¿Qué tendremos los españoles que, desde hace más de doscientos años, no nos hacemos respetar? Perdónenme, amigos lectores, que comience esta columna con una pregunta incómoda, pero es que las pruebas se han ido acumulando en los dos últimos meses: Gibraltar (la mosca) reta a España (el toro, pero no el de Osborne, que es de origen británico) y se convierte en “mosca c…” sin que nuestro paciente Gobierno haga, que se sepa, nada excepto dar pataditas en el suelo, justo como hacen las cabras asustadas, que no los mihuras. Y en el entretanto, los pescadores de La Línea viendo cómo sus redes se enzarzan en los pinchos que los piratas del juego on line lanzaron este verano, ensartados en bloques de cemento. Sólo el patrono mayor de la cofradía, Leoncio, parece tener arrestos para llamar a las cosas por su nombre y utilizar los epítetos precisos. Pero con epítetos y calificativos no se gana ninguna batalla (sólo Gila lo logró) Y así, tampoco se consiguió que los Juegos Olímpicos 2020 se celebraran en Madrid por mucho que la alcaldesa de la capital se empeñara en demostrar en su inglés macarrónico que tomar “a relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor” es uno de los placeres más excelsos que puedan existir.
Somos un país con un gran complejo de inferioridad. Y se nos nota demasiado. Y acaso una de las razones, que no la única, porque las hay de fuera y tienen que ver con añejos resquemores históricos, es sencillamente que no tenemos fe en nosotros mismos, que no nos creemos, en realidad, que tengamos nada que ofrecer al mundo, excepto “paela”, sangría barata y eriales enormes donde construir mastodónticas casas de juego, puteo y latrocinio. No hay más que conectarse un rato a la telebasura para ver lo que el país da de sí ¿Cómo van a ser los políticos los que nos rediman de nada, si han sido ellos, con sus comanditas y sociedades de socorros mutuos, los que han enfangado al país hasta hacerlo casi irreconocible?.
Al ridículo –sí, ridículo- de la presentación de la candidatura española por parte de “la alcalda” de Madrid, de nombre Botella, ha de añadírsele la desproporcionada representación española, compuesta por ¡180 personas! (¿A quiénes representaban? ¿A ellos mismos?) De las cuales, es fácil de suponer, 174 acudieron a la llamada del viajecito gratis, business class, hotel cinco estrellas, pensión completa, para celebrar… que hemos hecho el más absoluto ridículo internacional, y por tercera vez.
Pocos estuvieron a la altura de las circunstancias, con excepción del Príncipe y Pau Gassol. Pero lo peor no queda ahí sino, recuperados del estupor, en comprobar con amargura cómo la absurda inversión en estructuras supermillonaria , que iniciara el faraón Gallardón I, no va servir para casi nada; o sí: para endeudarnos más si cabe, ya que para terminar toda la serie de recintos deportivos que han quedado sin destino claro, los contribuyentes deberemos pagar otros mil quinientos millones.
De entre todo este desastre anunciado –porque algunos sensatos, aquellos a los que nadie escucha, lo previeron- surgen dos esperanzas, y no hay facilón juego de palabras: que Ana Botella, nuestra castiza Cruella, esté tocada y casi hundida como figurante (nunca fue figura) política y que ese individuo tan desagradable de nombre Sheldom Adelman se raje y decida montar su quiosquito de tragaperras en otra parte.
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