No es la primera vez –ni será la última, mucho me temo- que utilizo el mismo epígrafe que ahora encabeza estas líneas para titular alguno de mis artículos de opinión. Evidentemente, todos ellos tienen algo en común, de lo contrario no tendría sentido semejante acopio de simpleza y vulgaridad. Probablemente, el lector ya se lo habrá imaginado, porque si se me apura tampoco tiene uno que ser un lumbreras para deducir fácilmente por donde van los tiros; que no son otros, por cierto, que desenmascarar al Nosferatu de turno.
Desde un punto de vista puramente utilitarista, que después de todo resulta ser el mismo que rige la vida pública en este país, el mayor error cometido por la pareja formada por Pablo Iglesias e Irene Montero no ha sido, como sus rivales políticos y más de un aliado le reprochan día sí y otro también, el hipotecarse para la adquisición de una vivienda familiar a pagar en treinta años, sino insuflar vida a un agónico Pedro Sánchez, por aquel entonces “más pallá que pacá”. Nunca se les pasó por la cabeza, y si no fue así lo obviaron, que el hoy presidente en funciones, que tanto tiene que agradecer a la pareja radicada ya felizmente en Galapagar, respondería con tanta acritud a las aspiraciones, tan legítimas como las de cualquier otro hijo de vecino, de los máximos responsables de Unidas Podemos.
Acritud, como recordarán los que como yo vamos teniendo cierta edad, fue un vocablo con el que Felipe González Márquez solía culminar la mayoría de sus diatribas más beligerantes, pretendiendo mitigar en buena parte la dureza de las alocuciones. El entonces presidente, tenía en ella una suerte de refugio talismán tras el que guarecerse de las iras que el propio socialista provocaba. Sin embargo, hoy por hoy, no tiene ningún sentido utilizarla, no al menos para lo que González hacía uso de ella. Y no es que la política española no esté falta de atractivo, pero no el de líderes carismáticos que se olvidan fácilmente de lo que fueron y representaron en la sociedad que les encumbró, para cambiar de chaqueta sin padecer ninguna suerte de remordimientos; por otra parte, el fruto natural de su ignominia.
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