Porque, hasta hace apenas unos pocos días, he tenido sobre mi escritorio una bandera de España; un humilde pedazo de rafia sintética, en realidad, que apenas alcanza pulgada y media en diagonal, relegada a ocupar un extremo de la mesa donde tramito expedientes administrativos de lunes a viernes i, de cuando en cuando, aprovecho para confeccionar algún que otro artículo como el que nos ocupa, amable lector, ahora a ambos. Su ubicación, cuidadosamente escogida para que no moleste en exceso, no a mi sino al resto de funcionarios que me acompañan diariamente en la oficina, todo el que se acerca a mi mesa me lo reprocha como si solamente el mero hecho en sí resultase ser una imperdonable ofensa: los liberales y conservadores, de derechas en suma, porque no pueden creer que un hombre que militó unos pocos años en las bases de Izquierda Unida no sienta otra cosa más que amargura por el emblema del país donde nació; y los de izquierdas y/o progresistas, entre los que no sé si incluir al PSOE, porque cualquier distintivo que les recuerda a la Derecha más reaccionaria les saca de quicio.
De esta experiencia, vivida durante las dos últimas semanas, apenas recojo en estas líneas un porcentaje ínfimo de aquellas, porque tampoco es cuestión de enredar en exceso a quien, tan amablemente, se ha molestado en echarle un vistazo a estas líneas. El resultado de un experimento tan simple ha sido, por el contrario, muy interesante y fructífero; pero lo que más, que cualquiera que se moviese a mi alrededor se sentía, de una u otra forma, fuertemente impelido a arengar.
Porque, para empezar, la bandera roja y gualda -ni cualquier otro signo, claro está- no pertenece a nadie en particular, sino a todos aquellos que la honran en general. Tampoco es un trozo de tela que ondea al capricho de doctrinarios iluminados, caudillos de intolerancia supina capaces de enredar a todos aquellos que les siguen en un enfrentamiento estéril, con tal de llevar a cabo sus designios. Eso, de hecho, es lo peor que le puede ocurrir a los símbolos: caer en manos de cualquiera que se considere a sí mismo tocado por una mano divina.
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