
El manto que arropaba la espalda ha caído como un pliegue de hielo derretido; la cabeza ladeada, como si anhelara un mundo que fue el suyo. Nada es natural en la foto y, sin embargo, todo es cierto, tan cierto como que la modelo está muerta. Seguramente murió hace más de un siglo, pues la imagen es una de creación de Eugène Durie y debió de tomarse hacia 1854. Desde entonces, habrán nacido millones de vidas y millones de vidas habrán muerto. Creemos que somos el resultado de una concatenación de existencias, de azares que se han enlazado para darnos un lugar en el mundo, para concedernos nuestro intrascendente pedacito de historia, ese latido en el tiempo que da sentido a nuestros afanes y desvelos. Pero lo cierto es que ni eso. Somos los hijos de Cronos, destinados a ser devorados por el padre que nos creó, el tiempo. Como dice Garcilaso, “todo lo mudará la edad ligera, por no hacer mudanza en su costumbre”; vamos, que esto es lo que hay. Y, a pesar de todo, ella pervive, una mujer sin nombre hecha eternidad en la fotografía de Durie.
Solo la belleza perdura. Todo lo demás desaparece como suspiros en el aire.
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