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El Armisticio de la discordia

Hace ochenta y seis años, una armisticio demostró que el dólar no solo podía llevar al estallido de una guerra, también a una transitoria paz inexplicable
Luis Agüero Wagner
miércoles, 11 de diciembre de 2019, 09:02 h (CET)

El 11 de diciembre de 1933, en una guerra olvidada en Sudamérica, las armas paraguayas habían asestado un golpe demoledor a Bolivia. Dos divisiones bolivianas con su armamento intacto se habían rendido en Campo Vía, para desconsuelo de los altos mandos militares y el gobierno de La Paz. Se esperaba un aprovechamiento del éxito y la neutralización definitiva de las ambiciones bolivianas.

Sin embargo, una semana después el Jefe Militar paraguayo José Felix Estigarribia consignaba haber recibido un telegrama del presidente de la república del Paraguay, Eusebio Ayala, informándole que se había concertado un armisticio con el gobierno de Bolivia que se extendería hasta el 30 de diciembre de ese mismo año.

De acuerdo a las memorias del comandante del Segundo Cuerpo de Ejército paraguayo, Rafael Franco, cuando por aquellas fechas visitó, a instancias del Ministro de Defensa, al presidente Ayala, éste responsabilizó del alto el fuego a Estigarribia. Crecieron las sospechas acerca de los verdaderos intereses detrás de una guerra que se sabía importada desde lejanos centros de poder.

La pausa acabó diluyendo el éxito paraguayo y propiciando la recuperación de Bolivia, que llamó de inmediato a sus reservas de 1917 a 1920 y convocó a sus conscriptos de 1934. Desde La Paz se hicieron voluminosos pedidos de armas y municiones a los fabricantes extranjeros a la región, y para Navidad de 1933, cuando el cuartel general boliviano se trasladó a Ballivián, la reorganización era más que notoria. Muchos entrevieron en ese misterioso episodio de la guerra del Chaco, la mano negra de las grandes empresas petroleras que meses después, en mayo de 1934, serían finalmente acusadas por el Senador Huey P. Long en pleno Congreso de Washington de haber desencadenado el conflicto.

El jefe de la diplomacia paraguaya, Justo Pastor Benitez, afirmaría en los primeros días de 1934 que el armisticio no creó un ambiente propicio para la paz, sino más bien multiplicó los motivos de querella, pues mientras Bolivia acusaba a Paraguay de violar la tregua como medio de propaganda belicista, lo aprovechaba para recuperarse del desastre.

Si bien la historiografía ha intentado ocultar aquel armisticio valiéndose de historiadores adictos a las versiones oficiales, siempre dispuestos a encubrir traiciones de acuerdo a su filiación, la historia real nos dice que inmediatamente después de aquel 11 de diciembre de 1933 empezó a incubarse el estado anímico que estallaría el 17 de diciembre de 1936.

La euforia de Curupayty volvió aquella fecha a renacer en los paraguayos, labriegos que ahora empuñaban un fusil y se sentían capaces de merecer algo mejor acorde a sus sacrificadas victorias.

Cuando la guerra concluyó definitivamente año y medio después, la idea nacida aquel diciembre de 1933 fue el principal movilizador para una revolución que intentó sacar al Paraguay de su marasmo en 1936. Para entonces, el estado liberal no supo abrirse a las reformas que la historia reclamaba, y el régimen oligárquico que tutelaba a una nación pastoril fue barrido como hojas secas de un árbol añejo.

Los nostálgicos del relato de aquellos hombres que no pudieron ni quisieron ver la realidad ni leer la coyuntura histórica, todavía adeudan una explicación sobre ese episodio. Después de todo, aunque el olvido esté lleno de memoria, esos hechos pasados no los mencionan porque precisamente los recuerdan muy bien. LAW



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En el contexto actual de tambores de guerra, desconozco si de este lado se la prefiere o no a la paz. Me viene al recuerdo “Elogio de la locura”, la obra que Erasmo pergeñó a principios del siglo XVI, hace ya más de quinientos años. La traducción textual sería “elogio de la estupidez”, aunque, sea como sea, no es fácil desentrañar las intenciones de su autor al escribirla.

Con la historia suele ocurrir como con otras muchas entidades, menudean los intentos de servirse de sus propiedades sin miramientos; aunque progresivamente se comprueba su complejidad y su desvirtuación cuando se la quiere manejar caprichosamente.

Con la actualidad en la mano, convendría templar el ambiente y evitar dejarse llevar por el siempre tentador camino de las emociones, con sus “pásalo” y sus típicas espontaneidades. Nadie tiene la obligación de sentir simpatías por éste o por cualquier otro Gobierno, pero la justicia y la verdad, grandes palabras que ahora son ingredientes de todas las salsas, no tienen nada que ver con los afectos y desafectos.

 
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