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El último concierto de Fernando Argenta

En recuerdo al creador de “Clásicos populares”
Luis del Palacio
sábado, 7 de diciembre de 2013, 21:08 h (CET)
Sólo Fernando Argenta podría llamar “viejo peluca” a Juan Sebastián Bach sin que los más conservadores amantes de la mal llamada “música seria” levantaran una ceja o se hicieran cruces ante tamaña “irreverencia”. Y es que “el hijo de Ataulfo Argenta” –un epíteto que llevó a lo largo de su vida con justificado orgullo- era capaz de hablarnos ,con enorme sentido del humor, de un Beethoven distinto del que conocíamos, obsesionado con las andanzas de su díscolo sobrino, de un Rossini que decidió dejar de componer partituras para componer deliciosas recetas de cocina (entre ellas sus famosos canelloni) y, a través del interés del interés despertado en torno al personaje por medio de la anécdota, casi nunca trivial, introducirnos en su música. La fórmula era tan sencilla como magistral. Funcionaba a la perfección, y han sido muchos los que durante los más de treinta años que estuvo en antena su programa “Clásicos populares”, han desarrollado una afición por la música clásica. Un tesoro que te acompaña toda la vida y que se valora tan poco en nuestro país.

Fernando Argenta pertenecía a ese grupo selecto de divulgadores de la cultura del que formaron parte Félix Rodríguez de la Fuente, Fernando Jiménez del Oso o Luis Miravitlles. Gente verdaderamente irrepetible que creó un estilo, una forma de hacer, que pese a los que intentaron imitarlo, nunca ha vuelto a cuajar. Con ellos se rompió el molde; como ocurrió con fórmulas como “La Clave”, de José Luis Balbín, o “A fondo”, de Joaquín Soler Serrano.

Los comienzos de Argenta no fueron fáciles. Su padre, uno de los directores de orquesta más famosos del mundo en su momento, murió a los 46 años, de forma inesperada, poco antes de terminar el año 1958. Fernando tenía 12 años. Los royalties en aquella época no era lo que son ahora y la familia no podía vivir con lo que generaba el legado discográfico de Ataulfo. Fueron momentos muy difíciles para ellos. Al dolor por la pérdida hubo que añadirle el trance de tener que pasar necesidades económicas. Ser “hijo de” no valía de nada. Era preciso trabajar, estudiar. Y esa inteligencia, ese instinto, llevaron poco a poco al joven Argenta a crearse un nombre propio, a brillar con luz distinta a la de su padre. No tomaría el camino de la creación artística ni el de la interpretación, sino uno, quizá menos reconocido, pero igualmente importante: el de su difusión. Fernando Argenta dio lo mejor de sí mismo en cada uno de sus programas. Existe una innegable unidad en los “Clásicos populares” que se emitieron a lo largo de casi tres décadas. Él y Araceli González Campa formaron un tándem inimitable, irrepetible. Y como tantas cosas barridas por el viento de la crisis, desapareció de la noche a la mañana, en 2008, dejándonos huérfanos de “viejos pelucas”, Rossinis orondos, Vivaldis zanahorios, Wolfang Amadeus malhablados…

Más o menos al año, los “espesos de mente” (que suelen coincidir ontológicamente con los que gobiernan “la cosa”) decidieron suprimir “EL Conciertazo”, un delicioso programa para niños que emitió La 2 a lo largo de casi setenta ediciones. En él pudimos ver “en carne y hueso” a aquellos personajes que en la radio había creado Fernando Argenta: no sólo al “viejo peluca”, sino al greñoso Beethoven, al acicalado Haendel, al dicharachero Mozart… Figuras de guiñol, arrumbadas desde entonces en el cajón de los gratos recuerdos. Como grato recuerdo es aquel “Conciertazo” en el que hubo un invitado especial al que se rindió homenaje: el viejo maestro Odón Alonso, que moriría poco tiempo después.

Y los niños ¡cómo se lo pasaban! Tan bien o mejor que sus profesores, los miembros de la orquesta y el ballet, los actores, el equipo técnico y, desde luego, todos los que nos sentábamos frente a la televisión durante una hora escasa, la mañana de los sábados. La vena cómica, a veces un poco histriónica, pero siempre amable y cariñosa de Fernando, se volcaba en cada “Conciertazo”. Entendía el lenguaje de los niños y sabía cómo llevarles de la mano y mostrarles los “Cuadros de una exposición”, contarles un cuento de Sheherezade o pasearles en barca por las aguas tranquilas del Moldava.

Cierro esta columna con tristeza. Pero es una pena suave, más bien melancolía. Fernando Argenta ha muerto el mismo año en que se cumplía el centenario del nacimiento de su padre. Les unió no sólo el nombre sino, sobre todo, la música.

El mundo necesita más que nunca personas como él. No nos sobran.

(Y ahora dondequiera que hayas llegado, seguro que te envuelve la música, tú música, y que una figura que conoces tan bien vendrá a recibirte: ni qué decir tiene que será el “viejo peluca”, que te llevará a probar la última creación culinaria del autor de “El barbero de Sevilla”).

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