La señora portavoz de Gobierno anunciaba la semana pasada –con las dotes oratorias que la caracterizan- una bajada del llamado “IVA cultural”. “¡Qué bien!”- habrán pensado algunos- “Por fin podremos ir al teatro o al cine para celebrar el aniversario de boda; sin tener que decidir entre ello o hacer el aplazado cambio de aceite al coche” O, entre los que somos habituales de los conciertos de música sinfónica o de cámara: “¡Estupendo! De nuevo tendremos un programa de mano como es debido y no ese triste papelillo que recuerda a la publicidad que te dan a la salida del metro” Pero no; no se engañen. Esa reducción del “IVA cultural”, como no podía ser menos viniendo de un Gobierno que casi elimina las subvenciones al cine, al teatro, a la música, pero que apoya sin ambages a la mal llamada “fiesta nacional”, es selectiva. Beneficia directamente a los especuladores en obras de arte, marchantes, galeristas, anticuarios y, en fin, a todos los que tienen algo que ganar con el mercadeo de cuadros, esculturas, bargueños del s. XVII y armaduras medievales. ¡Vaya! A un alto porcentaje de la población española, que ahora verá aliviadas sus dificultades económicas con la venta de ese Goya arrumbado en el desván o de aquella talla de Berruguete que no sabíamos dónde poner. Todo esto recuerda un poco a aquel eslogan con que nos atosigaban a los que teníamos uso de razón (por lo menos parcial) en los años 70: “Cuando un bosque se quema, algo suyo se quema” Al que la retranca propia de nuestro pueblo añadió una coletilla devastadora: “Señor conde”. En un ambiente, en una cultura, donde las inclinaciones tempranas hacia las Bellas Artes son todavía vistas por muchos con recelo (tranquiliza ver que el chico se decide por el fútbol y abandona la peregrina idea de recibir clases de dibujo o de violín) es lógico que la tortura de toros sea tenida por arte y que al artífice de la matanza se le llame “maestro”, exactamente como en el mundo musical se hace cuando nos referimos a un director de orquesta. Claudio Abbado y Ortega Cano unidos por la magia del “arte” de la manipulación conceptual. Todo esto, lo habrán advertido, tiene además un tufillo machista bastante insoportable, ya que si en vez del niño es la niña la que decide apuntarse a un club de alevines balompédicos (no digamos a un curso de tauromaquia) sus progenitores (la mayoría) no dudarán en reconducir las extrañas aficiones de su hija hacia “actividades propias de su sexo”; es decir, el ballet. Hay gente del PP, o afín, que se queja de que “la izquierda” se arrogue el derecho de ser la única defensora de la cultura ¿Es que no ha habido intelectuales “de derechas”? Claro que los ha habido. Pero no parece que en los tiempos que corren abunden en sus filas D´Ors, Maeztus o Foxas, sino más bien un recuelo de “pensadores” que se atreven a escribir libros de historia, “porque ellos lo valen”, y no dudan en llamar a los actores “titiriteros”, empleando como adjetivo peyorativo un nombre que, por otra parte, alude a un oficio tan digno como el de payaso o cómico de la lengua. Sin entrar en cuestiones ideológicas –algo, por demás, sumamente aburrido- no es de extrañar que los que tenemos que ver de una u otra forma con ese amplio mundo que se integra en el concepto de cultura, temblemos cada vez que el partido conservador alcanza el poder y elabora sus “políticas culturales”. No faltan epítetos, como “los de la ceja”, para calificar a la baja a los que defienden sus intereses; que en este caso, y no como ocurre con los que sólo lo hacen para preservar y acrecentar sus privilegios, son los de toda la población. Hubo un general, de cuyo nombre sí me acuerdo pero que no me apetece nombrar, que dijo algo parecido a: “Cada vez que oigo la palabra “cultura”, me hecho la mano a la pistola” (Sí, sí, avispado lector, imagino que ya lo habrá adivinado: fue el mismo que gritó “Muera la inteligencia” en el claustro de la Universidad de Salamanca) Pues bien, hoy parece que las formas han cambiado y no hay que temer a que te apunten con un trabuco, pero en el fondo vivimos variaciones del “pan y circo”, “pan y toros”, “pan y fútbol” (aunque en los tiempos que corren lo del pan –techo, pan, salario digno- pertenezca a un utópico pasado) Y cuando casi no te dejan ni ganar esos garbanzos, aunque ellos se atiborren de jamón de Guijuelo y langostinos de Huelva a costa del erario público ¿cómo esperar que quede alguna migaja para la cultura? Y se les llena la boca con la estupidez de que se acabó eso del “café para todos”. Y además, qué carajo, es que no interesa: no hay que olvidar que de la misma manera que el nacionalismo se cura viajando, el humillar la cabeza se cura pensando. Y no conviene. Así las cosas, y por aquello de que no todo ha de ser criticar, demos las gracias al Gobierno: desde ahora podremos completar nuestra colección de Matisses o buscar aquel huevo de Fabergé que nos faltaba, con la garantía de que sólo pagaremos un 10% de IVA. Por algo se empieza.
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