En un país tan vapuleado por la inestabilidad política y la agitación social –con su correlato de inseguridad en las urbes y las encrucijadas de caminos- como es el Egipto actual, el hallazgo de nuevos restos arqueológicos enriquece un patrimonio que es ya, per se, inconmensurable. Es curioso y esperanzador que en medio de un ambiente bastante enrarecido hayamos tenido noticia de un buen número de descubrimientos a lo largo de los últimos meses. Uno de los más recientes, acaso el más interesante de todos sin tener la espectacularidad visual de otros mucho más “fotogénicos”, ya que se trata de dos grandes fragmentos de una rota columna, puede constituir la clave de un enigma histórico ya que corroboraría la corregencia larga, de varios años, de los faraones Amenhotep III y Amenhotep IV (Dinastía XVIII) Esos cartuchos, grabados en la columna uno junto a otro, unidos ahora como si dos piezas de un rompecabezas se tratara, mostraban los nombres regios de padre e hijo y fueron hallados en noviembre del año pasado en la capilla de la tumba de visir Amenhotep Huy (necrópolis de Asasif, Luxor).
Todo ello, que podría parecer a simple vista la aparente solución a una controversia entre eruditos un poco apolillada, suscita un inusitado interés mediático con sólo refrescar ciertos datos que acaso dormían en el desván de la memoria de los que alguna vez estudiaron o leyeron algo sobre uno de los periodos más apasionantes del Antiguo Egipto: la llamada “revolución amarniana”, propiciada y liderada por Akhenaton (que no fue otro que Amenhotep IV) y su esposa, la reina Nefertiti.
Durante aquellos escasos tres lustros se produjo en el País del Nilo un hecho tan insólito como la ruptura con la ortodoxia religiosa, representada por el clero de Amón, el traslado de la capital a un lejano emplazamiento situado al N de Tebas (Akhetaton, “El Horizonte de Atón”, actualmente Tell el Amarna) y la instauración de un nuevo culto cuya deidad única estaba representada por Atón, el disco solar. De hecho puede hablarse de la primera religión monoteísta de la Historia y muchos han querido ver en ella –aunque es cuestión muy debatida- un antecedente de las tres grandes religiones monoteístas que existen hoy en el mundo.
Uno de los grandes problemas con los que se ha enfrentado la Egiptología ha sido determinar la propia personalidad de quien encarnó aquella revolución sin precedentes y saber si se trató de un “iluminado” que no dudó en imponer su doctrina mística a costa de todo, o si, por el contrario, aquella fue una magistral maniobra palaciega urdida con tiempo y habilidad por el propio Amenhotep III y su hijo –que eventualmente cambiaría su nombre “Amenhotep” por el de “Akhenaton”- en un intento por romper cualquier vínculo del trono con el poderosísimo clero de Amón. Y es evidente que la experiencia constituyó todo un éxito táctico; aunque fue ciertamente efímero, y tras la desaparición de la Pareja Real, el clero tebano recuperó todo su poder; la nueva capital fue arrasada hasta los cimientos y los siguientes monarcas de Egipto se encargaron de eliminar todo vestigio de la revolución atoniana.
La trascendencia del hallazgo que nos ocupa, que confirmaría la hipótesis de un periodo de corregencia largo, es indiscutible. Y a continuación paso a exponer una pequeña reflexión:
Un descubrimiento es muchas veces un hecho totalmente fortuito que no depende tanto de la pericia de quien lo efectúa como de la buena suerte. En este caso sorprende la conveniencia del hallazgo, cuando precisamente la capilla de la tumba del Visir Amenhotep Huy – alto dignatario del faraón Amehotep III- se halla prácticamente excavada sin que haya aportado nada de singular importancia, tras cinco campañas arqueológicas. El autor de esta columna entrevistó al director del Proyecto Amenhotep Huy, Dr. Martín Valentín, a los pocos días de haber comenzado la primera campaña (otoño de 2009) El trabajo fue publicado en este diario en enero de 2010 y hoy sorprende el entrecomillado de su titular: “La excavación de la tumba de Amenhotep Huy nos pondrá a la vanguardia de la Egiptología mundial” Lo que podría parecer una postura un tanto rimbombante y presuntuosa, suena ahora más bien como una suerte de profecía, ya que es cierto que el hallazgo, de confirmarse definitivamente su autenticidad y correcta interpretación, resultará de vital importancia para entender mejor ese momento de la Historia.
No obstante, este hecho en sí no dice nada en cuanto a la cualificación de los que, con innegable “baraka”, lo han llevado a cabo. También los “manuscritos de Qumram” y tantos otros descubrimientos arqueológicos fueron realizados por gente que poco o nada tenía que ver con la Historia o la Arqueología. En el caso del grupo que forma el Instituto de Estudios del Antiguo Egipto, titular de la concesión, pueden afirmarse dos cosas: 1- A diferencia de lo que ocurre con la inmensa mayoría de las excavaciones que tienen lugar en suelo egipcio, el IEAE no está respaldado por ninguna universidad española o extranjera. 2- El nivel profesional de los componentes de la misión arqueológica es, cuando menos, irregular: su director tiene un doctorado en religiones y es notable epigrafista, pero la codirectora, según parece, no acabó la licenciatura. Hay restauradores profesionales ( por lo menos dos) y un indeterminado número de diletantes que realizan diversas tareas, entre ellas las de examinar y catalogar las piezas que aparecen cada día en el yacimiento. El examen de las momias y otros objetos orgánicos lo lleva a cabo una esforzada ginecóloga, a falta de un experto en medicina forense; y, en fin, la cosa, aunque animada de buena voluntad y entusiasmo, parece desarrollarse con un notable nivel de amateurismo.
No soy el único, ni muchísimo menos, en expresar la opinión de que este sería el momento de felicitar a los responsables del hallazgo y despedirlos para que den paso a verdaderos expertos que lo analicen y valoren, antes de que puedan producirse tergiversaciones de datos o de que se produzca un estropicio de dimensiones difíciles de calcular.
Egipto y la Egiptología lo iban a agradecer, y mucho.
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