Christian Wulff, Presidente de la Républica Federal Alemana entre 2010 y 2012, se vio forzado a dimitir por un escándalo de corrupción, que ahora, tras el veredicto dictado hace pocos días por el Tribunal de Hanover, ha resultado no tener fundamento alguno. Parece que Wulff no interesaba a algunos en la más alta magistratura de su país y se tejió una maraña de embustes, medias verdades y rumores que, eventualmente, forzaron su dimisión. La acusación se basaba en haber aceptado una invitación de 754 € del empresario David Groenewold para celebrar la Oktoberfest de Munich en el año 2008, durante su mandato como Presidente de la Baja Sajonia. Los tabloides alemanes y muchos medios de comunicación se empeñaron en “probar” que existía un vínculo entre este hecho y la carta de recomendación que el propio Wulff dirigió tiempo después al consejo de administración de Siemens para que el empresario y productor de cine consiguiera apoyo financiero para una de sus películas.
Como puede verse, las cifras que manejan los alemanes para considerar corrupto a un político nada tienen que ver con las nuestras; aunque esa no es la cuestión. El verdadero escándalo es el papel que jugaron los medios en su caída, aventando la maledicencia y creando un clima de opinión que lo condenó de antemano. Una “condena de telediario” que, a pesar de haber sido diluida por la decisión judicial, ni lo devolverá a la presidencia ni le restituirá al ciento por ciento su buen nombre, por aquello de: “Calumnia, que algo queda”.
El expresidente alemán es un ejemplo de constancia y de fe en la justicia. Sabedor de su inocencia, no se resignó a aceptar una componenda que le obligaría a pagar una multa simbólica y a retirarse de la presidencia. No pudo, a causa de garantizar la estabilidad institucional, evitar lo segundo; pero a partir de su renuncia se dedicó a limpiar su nombre, aun sabiendo que, en caso de perder el juicio, se arriesgaba a una condena de tres años de cárcel. En ese empeño no le faltó la ayuda de buenos profesionales ni la de su propia pericia como abogado. Hoy hay que felicitarse de que, al fin se haya resuelto un caso a favor de la verdad.
De toda esta historia, trasunto de otras muchas que se dan a diario, hay algo que produce miedo: la facilidad asombrosa con que los medios de comunicación pueden crear, casi de la nada, un “enemigo público número uno” No es nada nuevo, insisto; pero creo que sería conveniente una gran dosis de escepticismo ante lo que nos cuentan las televisiones, las radios y los periódicos. Hoy como nunca se confunde “opinión” con “información”. La cautela se impone. Y si bien es verdad que en la llamada “clase política” abundan los casos de corrupción, no sería justo medirlos a todos por el mismo rasero y, mucho menos, condenarlos de antemano.
Los medios de comunicación tienen una gran responsabilidad: informar sin juzgar. Es tarea difícil porque el informador es una persona y no una mera lente o un simple micrófono. Pero lo que deberíamos evitar por encima de todo es que el prejuicio sea la norma común; por no hablar de otras motivaciones que pueden convertir a la profesión periodística en un esbirro de ocultos intereses.
Por una vez, cambiemos la máxima de que no es noticia que un perro muerda a un hombre, sino que un hombre muerda a un perro, y proclamemos la nueva –porque lo es y lo debe ser- de que un político acusado de corrupción ha salido airoso del trance y que la verdad ha triunfado, aunque ello no sea demasiado habitual. Los alemanes recuerdan un famoso caso llevado a la novela por el Premio Nobel Heinrich Böll: “El honor perdido de Katharina Bluhm”.
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