Todos los domingos, Alejandro acude al cementerio a cambiar las flores de su esposa. Su mujer – Antonia – falleció hace cuatro meses tras una larga lucha contra el cáncer. Aún recuerda el olor a silencio que desprendían las salas de espera al acecho del "veneno". El "bicho" – como así llamaba Antonia al secuestrador de su vida – había elegido su cuerpo para hacerle daño a ella y a los suyos. ¿Por qué he sido yo la elegida?, ¿por qué mi castigo no puede pagarse con dinero?, ¿qué le he hecho a mis "malditas" células para que decidan atacarme?, se preguntaba Antonia, una y otra vez, en las noches de enero. En la enfermedad – decía la hermana de Alejandro – no hay distinciones entre nobles y plebeyos. En el dolor, no existen jerarquías, ni poderes, ni tan siquiera nadie que pueda enfermar por nosotros. Tampoco existen relojes que paren sus agujas para frenar la agonía. Solamente – querido hermano – durante la enfermedad estamos desnudos, los unos a los otros. Estamos unidos: sin ningún bien material que nos aleje y sin ninguna varita mágica que nos sane. El amor es la única inyección que sirve a los pacientes para aliviar su tristeza ante la impotencia que supone la soledad de su cárcel. Sin amor – concluía la cuñada – hasta los perros de Ernesto morirían a las puertas de Mercadona.
Tras cambiar las flores del nicho de su esposa, Alejandro solía perderse por los laberintos del camposanto. "¡Hay que tener miedo a los vivos y no la los muertos!", exclamaba en voz alta, mientras contemplaba la foto de Jacinto en el panteón de "los Martínez". En la calle de arriba estaba enterrada Gabriela, la mujer de Manolo. Gabriela no estaba enferma cuando murió; ni siquiera sufrió accidente alguno. Gabriela murió por el golpe que le propinó su marido a altas horas de la madrugada, hace exactamente tres primaveras. En mi época – decía para sus adentros un Alejandro entristecido – las mujeres se casaban encadenadas al patriarcado. Mientras el marido era quien traía a casa el sustento familiar, ellas vivían encarceladas en los fogones de la cocina. El "amor romántico" – en palabras del monaguillo – era "para toda la vida". "Lo que ha unido el hombre -decía don Gregorio, el párroco de Sotalbo – que no lo separe el hombre". "En la salud y en la enfermedad hasta que la muerte nos separe". ¡Cuánto tenían que aguantar las mujeres como Gabriela por no verse desnudas en los prados masculinos! Hoy, el "amor emocional" ha ganado la batalla al "amor romántico". La liberación de la mujer de las garras del patriarcado ha servido para que la convivencia esté sujetada por los hilos de la verdad.
Aún así, en palabras del sociólogo, los”amores líquidos" – los "amores emocionales" – no están alejados de las sombras del maltrato. ¿Cuántas mujeres con autonomía laboral viven enclaustradas en las celdas de Gabriela? Muchas, respondió la sobrina. La independencia económica es una condición necesaria, pero no suficiente, para luchar contra la lacra de la violencia de género. Solamente, los "amores tóxicos" son candidatos propicios para que las probabilidades del maltrato encuentren su cobijo en parejas,"a priori", libres de equipaje. Se entiende por amores tóxicos – en palabras del maestro – aquellos que: uno – u dos – de sus miembros tienen la etiqueta colgada de "parásitos sociales". En su libro: "gente tóxica", Bernardo Stamateas hace un recorrido por los diferentes perfiles que se ajustan a la etiqueta de "personas problemáticas". En él analiza a los autoritarios; los envidiosos; los celosos; los mediocres; los manipuladores; los irascibles; los mentirosos; los arrogantes, entre otros. Analiza las causas de sus conductas y establece protocolos de actuación para conseguir una convivencia pacífica con tales personajes.
Estos individuos – "los parásitos sociales" – nos los podemos encontrar en todo tipo de escenarios vitales: en la oficina, en la facultad y, lo peor de todo, bajo nuestro propio tejado. Es, precisamente, la convivencia con la "gente tóxica", la que invita a la crítica a denunciar la ineficacia de las medidas políticas contra la violencia de género. En lo que llevamos de año, diecisiete mujeres han perdido la vida a manos de sus parejas. Una cifra escalofriante que pone de manifiesto la magnitud de un problema, cuya solución se esconde en los paraninfos de la psicología. Sabiendo que la violencia machista no distingue entre estatus económico, sino que afecta a todo tipo de mujeres, es necesario que abordemos el problema desde el prisma de las relaciones. Es necesario una "alfabetización psicológica" para que los enamorados cuenten en su intelecto con mecanismos suficientes para detectar al verdadero "yo" que hay detrás de quienes les regalan el oído. Mientras no lo consigamos, mientras sigamos ciegos ante los ojos del malvado -en palabras de Alejandro- no podremos escapar del veneno del parásito.
Puedes seguirme en twitter: @Abel_Ros
|