Pocas cosas hay tan incongruentes y anacrónicas como un funeral de estado. El olor dulzón de los crisantemos marchitos se mezcla con el del incienso y sus invisibles partículas ascienden y embriagan a los absortos arcángeles. Señores de negro con corbata negra, damas de luto, curas con casullas de acetato, prelados con mitra, entorchados y fajines sobre uniformes de distintos colores… La ceremonia es un último tributo a la vanidad humana; no nos resistimos a volver desnudos al misterio de donde partimos (“Allegados son iguales los que viven por sus manos e los ricos”…) Pero no aprendemos.
La muerte del que fuera el primer Presidente del Gobierno de la democracia, Adolfo Suárez, ha sido un buen pretexto para comprobar una vez más que la España de Merimée, Washington Irving, Ian Gibson y Hugh Thomas (la de los toros, el ventorrillo, las tres marías, el pícaro, la rebotica, José María “el Tempranillo”, la Leyenda Negra, la “señá Rita”, el pasado imperial, rojos y nacionales) sigue tan viva como siempre.
Pero dejemos a un lado esta especie de meditación estoica, este comentario sobre un daguerrotipo ajado y amarillento. En él quedará grabado para la posteridad la cara de póker del Rey, conocedor de la nueva que se le avecina en forma de libro; el rostro impenetrable de Felipe González; los traviesos cuchicheos de Zapatero, empeñado en sacarle una risita a su compañero de banco, que no era otro que un avinagrado Aznar; la fotogenia de la familia Suárez; la mal disimulada presencia del dictador de Guinea; los mandrílicos bostezos de Jesús Posada y el ministro Margallo; el mal gusto hecho piedra catedralicia… En fin, todo menos “la música callada”. Y lo que salta a la vista es que el incensario de las vanidades políticas y sociales –de todas ellas- resulta cada vez más tedioso, sabido y consabido.
Un país en el que no se corona al Rey sino que se le proclama en el Parlamento y que, terminada su andadura por esta vida, acaba en un lugar de nombre tan crudo y poco poético como “Pudridero” (sí, el de El Escorial) no parece solar apropiado para el invento de unas “finuras protocolarias” que nunca habíamos tenido. No tomamos el té de las cinco, sino manzanilla con aceitunas o sidra con una tapa de cabrales. Importamos de Francia, junto con la dinastía, las pelucas empolvadas del XVIII y con ellas algo de la Ilustración. Pero nos duró poco. Enseguida volvimos a los cuchillos cachicuernos y enfundamos los puñales dorados. Con ese gracejo “tan nuestro”, dimos en llamar “Pepe Botella” a un rey impuesto y reclamamos la vuelta de Fernando, El Deseado; a quien no tardaríamos en ponerle un apelativo mucho más acorde con la naturaleza del personaje: Rey Felón.
Y a todas estas: ¿Por qué imitar una “pompa y circunstancia” que nos es tan ajena? ¿Por qué nos empeñamos en hacer una “gala de los Goya” en versión fúnebre?.
“La gala de Medina, la flor de Olmedo”…
A los Presidentes del Gobierno o comoquiera se les llame en el futuro (abogo por el término de “primer ministro”, para normalizar la cosa y evitar confusiones) deberíamos rendirles el tributo que merecen, en la medida en que hayan hecho o no algo positivo para el país. Eso de casi elevarlos a los altares cuando abandonan este mundo cruel y de pasear su féretro por las calles de la capital en un armón tirado por caballos, flanqueado por dos pajes que portan sus cruces y collares, todos al ritmo marcial de un tambor de granaderos es, por lo menos, una cursilería. Y no nos pega nada.
Cuento con que muchos lectores disentirán de mis palabras. ¿No es eso “crear opinión”? Y la mía, pienso que ha quedado claro, es que el polvo vuelva al polvo y la ceniza a la ceniza.
De aquellos fastos de la muerte sólo se salvó la música: fragmentos del Réquiem de Gabriel Fauré, al que nadie se refirió.
Y de la gloria… ¿qué decir? Quizá lo que afirmaba el barón de Stassart, un político y escritor belga de la primera mitad del siglo XIX: “Pasa con la gloria como con la cocina: es preferible no presenciar las manipulaciones previas”.
|