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La batuta que "suena"

En recuerdo al maestro Rafael Frühbeck de Burgos
Luis del Palacio
jueves, 12 de junio de 2014, 20:33 h (CET)
No hubiera querido aún escribir estas líneas. Mi admiración por el maestro burgalés viene de muchos años, tantos, que me llevan a situarme en el Teatro Real de Madrid a comienzos de los años setenta, siendo yo aún un escolar. El antiguo coliseo operístico había sido convertido pocos años antes en una estupenda sala de conciertos, con una magnífica acústica, admirada entre otros, por un personaje tan extraordinario como cicatero, llamado Herbert von Karajan, que llegó a dirigir varios conciertos en ella con su centuria berlinesa. Por allí desfilaban las orquestas, los solistas y los directores más importantes del mundo. Dos agrupaciones sinfónicas –la Orquesta Nacional y la Orquesta de Radiotelevisión Española- tenían allí “su casa”. De la primera era director titular (lo fue durante dieciséis años) el maestro Frühbeck de Burgos.

La música “clásica” o “culta” –maneras muy inexactas de denominar a un tipo de música diferente de la “popular”, la “folclórica” y de otras como el rock y el jazz, por ejemplo- ha sido, y en cierto modo todavía sigue siendo, la “cenicienta de las Artes” en nuestro país. Existía un cierto prejuicio en su contra por considerarla elitista, un producto destinado a un público burgués y autocomplaciente. Por fortuna hoy parece disipado ese complejo; aunque quede mucho por hacer; sobre todo en el campo de la educación, para que las generaciones jóvenes lleguen a disfrutar del enorme y precioso legado cultural y de inmensa belleza aportado no sólo por compositores “consagrados” clásicos, del Barroco, del Renacimiento, el Romanticismo o la Edad Media (sin olvidar todo el impresionante siglo XX) sino también por los anónimos juglares o los maestros que desarrollaron desde los monasterios y las abadías toda la tradición gregoriana.

Frühbeck, que no fue docente y, por lo tanto, no tuvo discípulos directos, sí aportó su particular magisterio al abrir las puertas del conservador repertorio de las salas de conciertos de hace cuarenta años a la música contemporánea española e internacional (Halffter, Marco, Bernaola, Maderna, Messiaen, De Pablo, Lutoslawsky) y a autores como Gustav Mahler, hasta ese momento casi un completo desconocido en España. Programó y dirigió el ciclo completo de sus sinfonías en los conciertos de abono del Teatro Real, con tal éxito que puede afirmarse sin temor a exagerar que desde aquel momento el “fenómeno Mahler” ha venido repitiéndose hasta nuestros días.

Y si Mahler fue, en efecto, uno de los músicos favoritos del director burgalés, al que dedicó sesiones memorables, no es menos cierto que sus versiones de Beethoven, Richard Strauss, Orff, Mozart, Haydn y Wagner fueron también excelentes.

Pero es en el oratorio y la música religiosa en los que se aprecia con todos sus matices al “Kapellmeister” capaz de hacernos vibrar con el sobrio contrapunto bachiano de “La Pasión Según San Mateo”, la solemne inspiración del “Elías” de Mendelshonn o los desbordamientos románticos de la “Gran Misa de Difuntos” de Berlioz o del “Requiem” de Verdi. Un Kapellmeister (maestro de capilla), que era como le gustaba referirse a sí mismo. Y esa palabra, que denota tanto un estudio reflexivo de las obras (técnica) como una aproximación espiritual a la partitura (la parte etérea del arte musical, la que no se mide en notas, silencios e indicaciones metronómicas) define su modo de hacer.

El “Arte como voluntad” (parafraseando la primera parte del título de Schopenhauer) puede simbolizar lo que animó a Frühbeck a buscar esa verdad superior contenida en la matemática del pentagrama. E intuyo que llegó muy lejos en la tarea.

Lo vimos, anciano y frágil, subir al podio frente a la Orquesta Sinfónica de Radiotelevisión Española el pasado 8 de febrero. Pero ya en los primeros compases de “El Quijote” de Richard Strauss, y mucho más tras el arranque de las primeras notas del violonchelo magistral de Asier Polo, observamos que se transformaba, que rejuvenecía. Volvía a su elemento, la música, que no conoce edad ni sabe de achaques. Con una soberbia Quinta sinfonía de Beethoven me despedí aquella tarde de mi admirado Maestro.

Hubiéramos querido verle al frente de las mejores orquestas del mundo bastantes años más, siguiendo la senda de tantos directores longevos –Celibidache, Solti, Abbado, Bernstein, Colin Davis, Giulini- que murieron con una partitura bajo el brazo. Él -el Kapellmeister Frühbeck de Burgos- lo ha hecho también en plena actividad. Hace poco de tres meses meses, el 14 de marzo, The Washington Post publicaba una crónica, firmada por Philip Kennicott, de la que entresaco estos párrafos:

“Había sido una sesión larga, con música de los siglos XIX y XX, que se hizo más larga por voluntad del joven pianista Daniil Trifonov que decidió tocar una “propina” tras su exultante versión de las “Variaciones sobre un tema de Paganini”, de Rachmaninov. Esto prolongó el concierto hasta pasadas las 10 de la noche (…) El programa se cerraba con la obra “Los Pinos de Roma”, de Ottorino Respighi, dividida entres movimientos, cuya duración total no supera los 20 minutos. Al comienzo de la parte final, el viola solista, Daniel Foster, abandonó el escenario. Al poco tiempo lo hizo uno de los violinistas. Era evidente que algo raro ocurría. La parte en cuestión, titulada “Brumoso amanecer en la Vía Apia”, comienza pausadamente para evolucionar poco a poco en un crescendo en el que se van incorporando instrumentos y hay un gradual aumento de la dinámica que concluye en un estallido de fanfarrias, órgano y percusión. Frühbeck no estaba dispuesto a dejar a la audiencia sin este final tan esperado, y, agarrado a la barandilla del podio, continuó marcando el compás y dando las entradas a los instrumentos, mientras la orquesta dudaba si seguir tocando o no; preguntándose si el director se encontraba en condiciones de seguir dirigiendo. Obviamente no lo estaba pero, de todas formas, Frühbeck prosiguió hasta el final, sentado en el podio, siendo tan sólo capaz de dar las entradas a la percusión y al metal con unos gestos breves y enérgicos. Pocos minutos antes del final, se levantó de nuevo y dirigió de pie los últimos instantes de la obra (…) La respuesta del público fue impresionante. El Maestro se volvió hacia la audiencia, esbozó una leve sonrisa en señal de agradecimiento y abandonó el escenario. Cuando volvió a él, ante las persistentes aclamaciones y ovaciones del público, muchos de los músicos tenían los ojos llenos de lágrimas”

Este sería su último concierto; su última lección como artista.

Murió en Pamplona el 11 de junio, justo el día en que se conmemoraba el 150 aniversario del nacimiento de Richard Strauss, otro de sus compositores predilectos.

El mundo de la música, las orquestas y solistas con los que colaboró durante su extensa carrera y los que le seguimos a lo largo de tantas décadas ya lo echamos de menos.

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