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Pintores, poetas y traductores robot

Nuestras células grises tardan dos, tres, cuatro generaciones en asimilar lo nuevo
Luis del Palacio
jueves, 26 de junio de 2014, 07:01 h (CET)
Se contaba –aunque no sé si será una de esas leyendas urbanas que nos hacen la vida algo menos monótona- que un avispado pintor vanguardista quiso probar el grado de bobaliconería del público y la crítica exhibiendo un gigantesco lienzo que ocupaba 15 X 3 metros en una sala de exposiciones de la Gran Manzana, en el que, sobre un inmaculado fondo blanco, tan sólo había una línea horizontal; un trazo negro que lo recorría de extremo a extremo. Las sesudas interpretaciones de los enteraos y enteradillos dieron pie a las más increíbles teorías, en las que intervenían enfoques psicoanalíticos ya un poco demodé por aquel entonces, pero, sobre todo, posmodernas teorías lacanianas trufadas por las hábiles manos de Chomsky. En fin, un horror insoportable. Y no sé si algún millonario japonés o texano llegaría a colgar “la obra” en el garaje (la historia no lo cuenta) pero parece que la cotización del artista subió como la espuma. Porque no hay nada como hacerse el interesante y, aunque no lo seas, procurar que los demás se crean que lo eres.

Oscar Wilde escribió un relato corto, “La esfinge sin secreto”, en el que la protagonista era una dama que se pasaba las horas muertas en un gabinete que había alquilado, en él leía revistas, bebía té y mataba las horas para que sus admiradores pensaran que llevaba una vida paralela, furtiva y apasionante.

Y, volviendo al tema de los cuadros, parece que uno de los más famosos de Van Gogh sirvió para tapar las rajas en la madera de una puerta y evitar las corrientes de aire. Este pintor que fue –de verdad, sin hacérselo- un personaje interesante, sería desestimado por muchos de sus coetáneos que lo consideraron, sobre todo, un chiflado. Y a diferencia del pintor de la leyenda neoyorkina no logró vender un cuadro en su vida.

Tengo amigos –no muchos, es verdad- cuyos gustos pictóricos no van más allá del arte figurativo. Para ellos que una cuchara se parezca a una cuchara, una pera a una pera o que una puesta de sol nos parezca tan real que invite al bostezo y a que pensemos en irnos retirando, constituye el súmmum de lo que un pintor puede dar de sí. Y yo les digo: “Y si una cámara digital reproduce la realidad mucho más fielmente ¿para qué dedicar horas mezclando colores, manchándose las manos?” Pregunta retórica y sanchopancesca donde las haya.

Debe de ser que el Arte es algo distinto a reproducir lo que se ve ¿Será, entonces, más bien una interpretación de lo que nos rodea y, en concreto, de aquello que hemos elegido incluir en el cuadro? Quizá; pero tampoco del todo, ya que en este caso el arte figurativo perdería gran parte de su interés, domeñado por los “píxeles” y los “fotoshops”. Y no se trata de negarle su valor.

Los gustos –no sólo en el arte- suelen ser un tanto conservadores. Nuestras células grises tardan dos, tres, cuatro generaciones en asimilar lo nuevo: un cuadro de un maestro impresionista hubiera producido horror a cualquier burgués ilustrado de la primera mitad del XIX. De la misma manera el surrealismo, el cubismo, el dadaismo, el dodecafonismo y otros “ismos” que han influido en las Artes con mayor o menor fortuna no alejan del gusto por “la cuchara que lo parece”, la flor que “casi huele”, la rima consonante y par, la escala de Do mayor, el desarrollo, nudo y desenlace y tantos modos ortodoxos que se adaptan mejor al ser un poco acomodaticio que todos llevamos dentro.

Todo este conjunto de divagaciones me lleva a una conclusión parcial que no pretende convencer a nadie; acaso sí hacer meditar: cualquier creador en cualquier arte ha tenido que dominar la forma (la técnica en su sentido más convencional) antes de apartarse de ella. Que Picasso, Dalí, Modigliani o Kokotschka eran maestros del dibujo nadie lo pondría en duda. Tan cierto como que los pioneros del atonalismo (la llamada “Moderna Escuela de Viena”) dominaban el solfeo, la armonía, el contrapunto y la fuga. Habrá –aunque sean pocos- los que se emocionen con los versos de Campoamor o Núñez de Arce, y los prefieran a los de Lorca, Cernuda o León Felipe. Unos y otros dominaron la forma, no cabe duda, pero también está claro que es mucho más fácil detectar un mal cuadro figurativo que uno abstracto. Como lo es distinguir una mala poesía ajustada a la métrica a una mala composición en verso libre. Los porqués son complejos y existen muchas teorías.

Hace unos días leí esto:
“ En esta pared con agujeros, fue detenido en viaje al norte de Francia, el impacto de las balas como una deformación del punto del Guerrero, que está infectada con varicela, siempre me recuerda a las paredes de los edificios de la "provincial" construida en la época de las colonias y destruida por Israel durante la segunda Intifada; piedra, por lo tanto, de la Unión Europea generosa; para reconstruir estos edificios con nuevos diseños y piedra blanca pura...!

Hoy en el norte, los franceses siguen el olor de la pólvora mojada y con rasguños recuerdan el dolor y la dolorosa guerra, pero aquí a nosotros no seguía siendo piedra o un pequeño balcón ni un olvidar la agonía bajo el látigo del verdugo.

¿Cómo relatar con el cuento del día a mi hijo sobre la perdición en las colonias?. (Y en el dedo índice mientras sacude las manos conmigo, en cada visita, entre las cajas de acero, lo veo)”

¿Es una galerada, aún no corregida, de alguna novela latinoamericana de los años setenta?

No; no es lo que parece. Se trata de una traducción automática del árabe al español y mi corresponsal habla de la situación del Egipto actual. No me enteré de nada, pero la máquina obró el milagro de convertirlo, casi, en literatura.

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