Mi tribuna acerca de las adquisiciones domiciliarias publicada la semana pasada condujo a una entrevista radiofónica en directo en la emisora de la NPR en Los Ángeles, la KPCC. La presentadora inició el segmento dando lectura a la ley de 1875 contra del ordenamiento. Primero, destacó su intervención leyendo una contundente denuncia de los mayoristas en general por parte de Thomas Jefferson. Posteriormente, reprodujo las denuncias verbales de las adquisiciones domiciliarias por parte de Barack Obama y Mark Cuban, el propietario de los Dallas Mavericks. A continuación, por supuesto, presentó al invitado contrario a mi punto de vista en la cuestión, Harry Stein, un agradable caballero del colectivo progre Centro para el Progreso Estadounidense. ¡Mi defensa de las empresas norteamericanas iba a ser claramente el punto de vista en minoría!
Hay dos palabras utilizadas por los críticos de la adquisición domiciliaria que me pueden: "laguna", e "injusticia”.
La administración Obama, el señor Stein y compañía sostienen que Washington tiene que "cerrar la laguna" del régimen fiscal que permite a las empresas tributar menos mudando sus sedes al extranjero - aun si tales maniobras no las protegen de tributar por sus actividades en suelo estadounidense. Tal formulación despide el hedor de la tiranía. Se deduce que las empresas no deben de tener libertad para abandonar este país sin el permiso del Estado.
¿Cuál es el principio de justicia que dice que las empresas son rehenes del Estado?
¿Cuál es el delito que les impide desplazarse a donde quieran?
Pero aun así, el Equipo Obama anda ahora dejando caer públicamente planes de construir una especie de Muro de Berlín económico, encaminado a impedir que se marchen estas presuntas "desertoras antipatriotas". Qué triste: durante generaciones, la gente quiso venir a América a ser libre; ahora, hay estadounidenses a los que les parece que tienen que escapar de un Estado rapaz de implacable afán recaudador.
Los críticos de las compras domiciliarias dicen que la práctica es injusta.
Mark Cuban afirmaba que si las multinacionales rebajan su carga tributaria mudando su sede al exterior, el resto de nosotros tendremos que tributar más. La implicación es que las adquisiciones domiciliarias representan un hurto para nuestros bolsillos. Son sandeces. Aparte de pasar por alto la reducción del gasto público como opción, cuando las multinacionales adoptan medidas legales para rebajar su declaración (cosa que ya hacen de numerosas formas legales, como comprar caprichos innecesarios como pases de temporada para los partidos de los Dallas Mavericks) no le están quitando a nadie su patrimonio, simplemente deciden lo que quieren hacer con el suyo. Que una empresa tome medidas legales para tributar menos en su declaración no es más "injusto" que el que usted y yo lo hagamos buscando desgravaciones, deducciones y ventajas fiscales a nuestro alcance.
Convine con mi interlocutor en que el tipo impositivo de las empresas es injusto, porque las empresas acaban tributando tipos distintos que van del 35% al 0%. A continuación expliqué que la única forma de tener una verdadera justicia - es decir, que todas las empresas tributen un tipo idéntico - es que el tipo sea cero, es decir, suprimir el impuesto de sociedades. Dado que solamente los particulares físicos tributar de todas formas, gravar los beneficios de las empresas representa una doble gravación injusta para algunos. Más justo sería gravar simplemente a los particulares, trabajen en una multinacional o en un negocio, a cuenta del importe que obtienen de beneficio de su empresa o que la empresa destina a su beneficio personal, por ejemplo, entradas a encuentros deportivos. (En la práctica, yo prefiero un impuesto al consumo antes que un impuesto sobre la renta, pero es otra historia).
Stein replicó a mi radical propuesta manifestando una endeble disposición a rebajar el tipo de las empresas unos cuantos enteros porcentuales. La locutora dio lectura a continuación al correo electrónico de un inteligente oyente, que afirmaba que incluso un tipo fiscal muy inferior, algo así como el 10%, seguiría siendo injusto, porque algunas empresas encontrarían formas de obligar al Congreso a elaborar privilegios y medidas de excepción que reducirían injustamente sus obligaciones fiscales frente a la competencia. Estoy de acuerdo. Esto refuerza mi propuesta de que el único tipo verdaderamente justo es de cero.
También afirmé que sería mucho más justo que armonizáramos la pérdida de recaudación pública producto de abolir los tipos de las empresas acabando simultáneamente con todas las partidas presupuestarias extraordinarias, las subvenciones públicas y los demás favores del Estado a las patronales. Igual que no es justo que las empresas tributen al Estado con tipos distintos, no es justo que obtengan privilegios especiales y favores del Estado. Propongo, en otras palabras, acabar con las redes clientelares a las que tantos ponen pegas a izquierda y derecha.
Por desgracia, nada más intervenir, Stein afirmaba que "las rebajas fiscales de las multinacionales… hacen mucho bien". ¡Qué asco! A lo mejor la izquierda no es tan contraria al enchufismo después de todo. Como los planificadores centrales del socialismo, parece más bien estar convencida de que el Estado es lo bastante listo para determinar las actividades que deben de tener apoyo público. Siendo justos, tanto la Cámara de Comercio de los Estados Unidos como el Partido Nacional Republicano apoyan a candidatos partidarios de las redes clientelares antes que a los aspirantes que se pronuncian contra la práctica.
Al escuchar la indignación y el desprecio que muestran los detractores de las adquisiciones domiciliarias, me parece que es evidente que no están movidos por la inquietud idealista y noble de la igualdad, sino por un móvil de apetitos innobles. Su principal preocupación es obligar a los demás a tributar más, para tributar menos ellos. Su postura es que el Estado, con el respaldo de una mayoría democrática, debe poder sustraer el porcentaje de los beneficios de las empresas que desee, proporcionando bienes y servicios a otras. Su envidia del patrimonio ajeno, y la desconfianza colindante hacia la propiedad privada, constituyen una obscenidad moral entre nuestro escalafón político. En nombre de la justicia, nos acercan a la tiranía.
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