Nací hace infinidad de años en un precioso pueblo marinero fundado por los Reyes Católicos en 1483 a orilla del Océano Atlántico, marcando uno de los quicios de entrada a la Bahía de Cádiz. Y de este hecho fundacional le viene el nombre de Puerto Real. Toda mi infancia y mi primera juventud la viví correteando por sus calles o pasando las horas muertas en las estribaciones de su pequeño muelle, mientras el sol se mantenía allí arriba a punto de zambullirse en la línea horizontal del mar donde parece que se acaba el planeta.
Recién cumplidos los 22 años cogí el petate y me vine a Barcelona donde esperaba encontrar los medios necesarios para poner en marcha un proyecto ilusionante que nos empujara a los gitanos españoles a ser dueños de nuestro destino y administradores de nuestra libertad. Y debo reconocer que las expectativas fueron cumpliéndose y al poco tiempo, a pesar de que al franquismo todavía le quedaban largos años de vida, empezaron a crearse en casi toda España, al calor de las Cáritas de entonces, los primeros Secretariados Gitanos que fueron el fermento del pujante asociacionismo que hoy marca el devenir reivindicativo de la comunidad gitana española.
Pero no es de esto de lo que me quiero ocupar hoy, día en que los andaluces, de dentro y de fuera de nuestras fronteras regionales, celebramos nuestro día territorial. Hoy quisiera zarandear el árbol de mis recuerdos para revivir con ustedes lo que supuso la jornada de aquel mágico jueves del día 28 de febrero de 1980 en que se celebró el referéndum que dio paso a la elaboración del Estatuto de Autonomía que gracias al artículo 151 de la Constitución nos liberaba de la vía lenta del 143 para equipararnos al mismo nivel del que disfrutaban los llamados “territorios históricos” que habían tenido Estatutos durante el tiempo que duró la República.
El Centro Andaluz en Cataluña Corría el año 1975. España entera sabía que Franco moriría pronto, lo que supuso un acicate para quienes, desde la clandestinidad, o desde la tolerancia vigilada, aspirábamos a conseguir una sociedad distinta donde la política nos permitiera ser hombres y mujeres libres capaces de luchar por conseguir una vida mejor. Y en ese contexto yo gozaba de un plus de popularidad gracias a un programa flamenco que dirigía y presentaba diariamente en Radio Nacional de España. Eso propició que un grupo de personas, amigas mías, decidiéramos crear un movimiento genuinamente andaluz que animara a nuestros paisanos residentes en Cataluña a luchar por el advenimiento de la democracia. Dejo que se Pedro J. Parra quien describa lo que unos cuantos soñadores pretendíamos conseguir: “En 1975 se funda en Barcelona una asociación con el nombre de Centro Andaluz en Cataluña. Es una asociación atípica porque además de propagar y extender la cultura andaluza, quiere luchar por las justas reivindicaciones de nuestro pueblo. Y se declara político y multipartidista, para aglutinar todas las tendencias. Por lo tanto, nace con una clara intencionalidad política.” Hasta donde la memoria me alcanza quiero rendir homenaje a Antonio Romero, que ya se nos fue, a Juan José Guisado, industrial que puso el dinero para pagar el piso de la Via Layetana donde instalamos nuestra sede, a Pablo Martínez, inquieto luchador que fue el fundador de la pujante Casa de Cádiz, a Amparo Jiménez, vivo ejemplo de mujer luchadora y comprometida, a Gregorio Cano, el mejor poeta cordobés que ha cantado a su pueblo desde Cataluña, a Pedro Penalva, profesor de Derecho en la Universidad de Lérida y a Gonzalo Crespo, joven y brillante abogado que fue concejal del Ayuntamiento de Barcelona y luego Director General de Migraciones de la Junta de Andalucía. Todos ellos me hicieron el honor de elegirme primer Secretario General del Centro Andaluz en Cataluña desde el que dimos testimonio de nuestra condición de andaluces en un momento crucial en el que todo el futuro inmediato estaba por escribir.
Cataluña, la novena provincia andaluza Y podía serlo sin ningún tipo de complejo. En los años 70 había en Cataluña 1.300.000 andaluces. Y almerienses en Cataluña vivían más que habitantes tenía en aquellos años toda la provincia incluida la capital. ¡Quién me iba a decir en aquellos años de plomo que el destino me llevaría a ser diputado precisamente por Almería durante dos legislaturas completas!
Hay un estudio del historiador granadino Francisco de Borja García Duarte ―El ideal de Blas Infante en Cataluña”― que es de obligada lectura para tener un conocimiento documentado de la realidad histórica, política y cultural de la población andaluza residente en Cataluña. A él me remito para ofrecerles una pincelada histórica del indiscutible protagonismo que tuvo el Centro Andaluz en Cataluña en la movilización política de tan ingente población.
La capacidad de movilización de la burguesía catalana, inspiradora desde siempre de un nacionalismo titubeante que en los momentos difíciles no dudó en aliarse con sus adversarios, ha sido sustituida en gran parte por la ingente masa de inmigrantes que a veces desorientada, a veces engañada, ha tomado como propias reivindicaciones identitarias de las que nunca tuvieron conocimiento. Yo mismo debo confesar que en mi despertar al activismo político, desde el sentimiento consciente de mi pertenencia a una clase situada en el extremo más bajo del bienestar, pensé que los andaluces debíamos imitar a los catalanes que nos llamaban charnegos para que nunca ningún andaluz tuviera que salir de su tierra a ganarse la vida fuera de su casa y de su entorno natural.
Y con ese sentimiento y ese fuego interior de querer cambiar lo que me parecía tan injusto, volví a Andalucía desde la Cataluña que me había llevado al Congreso de los Diputados para ser participante en la redacción de la Constitución Española. Pero mi destino quiso que los entresijos de la política frustraran mi deseo de ser Diputado por Cádiz y que Alfonso Guerra me enviara a Almería. Almería fue la horma de mi zapato. En esa provincia extrema a la que hay que ir, porque por ella no se pasa, viví los ocho años más felices y comprometidos de mi vida política. Almería me permitió adentrarme en una realidad política y social que, yo diría, era desconocida hasta por las siete provincias que integran su realidad geográfica. Les repetí hasta la saciedad lo que yo había aprendido en Cataluña para zarandear sus conciencias y conseguir que se levantaran contra el sistema que nos había condenado a ocupar el último lugar en el ranking del progreso y el desarrollo de las restantes comunidades autónomas. Claro que para mí fue fácil porque tuve un maestro y un compañero excepcional, Joaquín Navarro Esteban, juez que ejerció su profesión en el País Vasco y que poseía una oratoria incendiaria que hacía levantarse a quienes le escuchaban. Pronuncié tantos mítines con él a lo largo y ancho de toda la provincia, que en alguna ocasión llegué a temer, cuando ya tenía a todo el público entregado, que culminara su proclama diciendo.
―Compañeros y compañeras, para acabar con este estado de injusticias que padecemos los andaluces, no me queda otro remedio que deciros: ¡a las armas, a las armas!
Evidentemente jamás dijo tal cosa y ni siquiera lo pensó, pero a mí me animaba para repetir una y otra vez lo que el profesor Francisco Murillo, de la Universidad de Granada, había escrito con gran acierto: “Si el andaluz rico emigra a Madrid y el andaluz pobre emigra a Cataluña, ¿Quién piensa en Andalucía?”
La autonomía de Andalucía costó un muerto La gente de mi generación lo sabe. El 4 de diciembre de 1977, cuando todavía no habían transcurrido ni seis meses desde las primeras elecciones democráticas, los andaluces que vivían en la región y los que lo hacíamos en Cataluña nos movilizamos para conseguir que también Andalucía tuviera un Estatuto de autonomía. Dos millones de andaluces nos echamos a la calle para gritar a pleno pulmón que queríamos ser protagonistas de nuestro propio destino. Y el muerto lo puso Málaga. Manuel José García Caparrós, un joven de 18 años, trabajador de una cervecera malagueña, recibió un tiro cuando portaba la bandera blanca y verde y se unía gozoso y esperanzado a la muchedumbre que despertaba de un letargo demasiado prolongado de marginación y pobreza.
Aquello fue el principio. Pero aún debían suceder muchos acontecimientos duros, peligrosos y esperanzadores en los que el Centro Andaluz en Cataluña jugó un importante papel hasta lograr el ansiado Estatuto. La semana que viene los contaré.
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