Muchos brindarán este fin de semana por la dimisión de Alberto Ruiz Gallardón. Los que siempre lo hemos considerado un nefasto político, nos hemos fijado no tanto en lo cargante y ampuloso de su estilo, cuanto en lo poco bueno que ha dejado en el desempeño de los numerosos cargos que casi le llevaron de la guardería al coche oficial.
Jugó durante bastantes años a ser el “chico guay” de la derecha, en un intento infructuoso de librarse de ese olor a naftalina que desprendía su aura. Algunos se lo creyeron; otros, más avezados, no. Hace meses se despejó esa incógnita y quedó claro que, como Groucho Marx, tenía una buena colección de “principios” intercambiables.
Da la impresión de que el ahora dimitido ministro de Justicia ha caído víctima de su propia trampa. Su desmedida afición llevó a pedir a Rajoy en su día que le incluyera en las listas al Parlamento en las elecciones de 2008, cosa que el gallego, maestro en eso de “prologar el tempo” (menos mal que no es director de orquesta) le dijo aquello de que “no tocaba”. Le tocó en 2011, siendo a la sazón alcalde de la Villa y Corte, dejando una herencia envenenada en forma de teniente de alcalde (ahora “vicealcalde”) de nombre Ana Botella, que pasó a convertirse en “alcalda” (que no “alcaldesa”, ya que durante su lamentable gestión no ha hecho otra cosa que perpetrar alcaldadas) Y él, el inefable Gallardón, fue nombrado ministro de Justicia y Notario Mayor del Reino. Durante los casi tres años no ha cumplido ni una sola de las promesas electorales que incumbían a su departamento: despolitizar la judicatura, garantizar la “justicia para todos” etc. Antes bien, parece haber hecho todo lo posible por abundar en el error y, entre otras cosas, la más penosa para el ciudadano, ha contribuido a que la justicia no sea igual para todos, estableciendo un sistema de tasas absurdo y oneroso que perpetúa aquello de “justicia, sí; pero para quien pueda pagarla”.
Tal cúmulo de errores lo han colocado, junto a Wert, entre los ministros del Gobierno peor valorados.
Consciente de ello, en un afán de “hacerse popular” entre el electorado más conservador ( agotado el rol de “chico guay de la derecha”) decidió hacerse abanderado de una causa por la que luchaban a partes iguales las llamadas “asociaciones pro vida” y la Conferencia Episcopal: la derogación o reforma radical de la ley de interrupción voluntaria del embarazo, uno de los despropósitos más escandalosos del desgobierno de Zapatero. Sin entrar en una cuestión que pertenece a la conciencia de cada cual –aunque no haya duda de que interrumpir una vida, aunque sea embrionaria, no puede ser un “derecho”, sino acaso una dolorosa y traumática necesidad- el oportunismo de Gallardón ofrece pocas dudas.
La historia de Gallardón es la historia de una ambición desmedida y la de un maquiavelismo cañí.
Sin embargo, el verdadero Maquiavelo de la historia no es él, sino su aparente mentor, el que lo aupó a uno de los ministerios más importantes en cualquier gobierno.
Es sabido que Ruiz Gallardón no ha sabido o no ha querido disimular su aspiración a convertirse un día en Presidente del Gobierno. Ser ministro era casi un paso obligado; así que Rajoy lo atrae, le da una cartera, le endilga una ley inviable y, finalmente, lo defenestra. Se ha librado de un rival muy molesto y peligroso. Y con su acción sibilina el “aura mediocritas” de don Mariano permanece, de momento, intacta.
La carrera de Gallardón hace bueno el refrán de que “la avaricia rompe el saco”. Y por el del ya ex ministro se abrió un boquete por donde se han colado casi todas sus aspiraciones políticas. Su megalomanía –aquella que ha endeudado al Ayuntamiento de Madrid para una o dos generaciones- y su falta de competencia en asuntos de política de Estado se han amalgamado con su mal disimulada prepotencia, dejándolo en la cuneta como un juguete roto.
¿Surgirá de nuevo cuan ave Fénix? Hay quien no lo duda.
Pero entretanto no lo echaremos de menos. Le sobró arrogancia y le faltó gallardía.
Ahora sólo hay que hacer cruces para que Wert siga su ejemplo.
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