La autocracia, del griego autos (por sí mismo) y kratos (poder o gobierno), sería la forma de Gobierno ejercida por una sola persona con un poder absoluto e ilimitado, especie de parásito endógeno de otros sistemas de gobierno (incluida la llamada democracia formal), que partiendo de la crisálida de una propuesta partidista elegida mediante elecciones libres llegado al poder se metamorfosea en líder Presidencialista con claros tintes autocráticos (inflexible, xenófobo, populista y nacionalista), lo que corrobora la tesis de Lord Acton “El Poder tiende a corromper y el Poder absoluto, corrompe absolutamente”.
La autocracia sería pues una especie de dictadura invisible sustentada en sólidas estrategias de cohesión (manipulación de masas y culto al líder) basadas en el control absoluto de los medios de comunicación y la censura y desprestigio social de los individuos refractarios al mensaje del líder, de lo que sería paradigma el primer ministro húngaro, Viktor Orbán que habría convertido a Hungría en la primera autocracia europea o “democracia no liberal”, pandemia autoritaria que se extenderá primero a los países de su entorno más cercano, como Polonia y Austria y terminará por abarcar la mayor parte del territorio europeo.
Para entender la deriva autocrática que se avecina, debemos recurrir a Hermann Hesse quien en su libro “El lobo estepario” (Der Steppenwolf,1.927), plasma el sentimiento de angustia, desesperanza y desconcierto que se apoderó de la sociedad europea en el período entre-guerras y es un lúcido análisis sobre la locura de una época en la que agoniza lo viejo sin que haya nacido lo nuevo. En dicha obra critica mordazmente la sociedad burguesa ( “la decadencia de la civilización”), dictadura invisible que anula los ideales del individuo primigenio y le transforma en un ser acrítico, miedoso y conformista que sedado por el consumismo compulsivo de bienes materiales pasa a engrosar ineludiblemente las filas de una sociedad homogénea, uniforme y fácilmente manipulable.
Así, Hesse define al burgués como “una persona que trata siempre de colocarse en el centro, entre los extremos, en una zona templada y agradable, sin violentas tempestades ni tormentas. Consiguientemente, es por naturaleza una criatura de débil impulso vital, miedoso, temiendo la entrega de sí mismo, fácil de gobernar. Por eso ha sustituido el poder por el régimen de mayorías, la fuerza por la ley y la responsabilidad por el sistema de votación. Es evidente que este ser débil y asustadizo, aun existiendo en cantidad tan considerable no puede sostenerse solo y en función de sus cualidades no podría representar en el mundo otro papel que el de rebaño de corderos entre lobos errantes…”.
Dichas reflexiones siguen vigentes casi un siglo más tarde, pues la irrupción de la pandemia del coronavirus y la posterior entrada en recesión de las economías europeas implementará el estigma de la incertidumbre y la incredulidad en una sociedad inmersa en la cultura del Estado de Bienestar. Ello derivará posteriormente en un shock traumático al constatarse el vertiginoso tránsito desde niveles de bienestar hasta la cruda realidad de la pérdida del trabajo y posterior desahucio, inmersión en umbrales de pobreza y dependencia en exclusiva de los subsidios sociales, por lo que el Individuo sacrificará sus otrora sacrosantas libertades básicas en aras de asegurarse los mínimos básicos de supervivencia, lo que de facto significará la irrupción de la Nueva Ola involucionista y el final de las llamadas democracias formales.
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