Nos faltan alianzas y nos sobran discordias para llevar a buen término el valor de los pueblos, la valía de las gentes cooperantes, la fidelidad continua en pro del bien común. Hemos articulado derechos humanos, se nos ha llenado la boca de igualdades, también nos propusimos amparar y proteger sueños, todavía nos falta hacer de esta liturgia de buenas intenciones una destreza permanente entre los moradores del mundo, sin dejar a nadie desamparado. Entre todos, nos toca rehacemos más allá de las promesas. Entonces, la vida por si misma nos asistirá. Podremos levantar el ánimo, a través de un vivir armónico. Lo necesitamos con urgencia, antes de que nos asolen las pandemias, nos arrasen las divisiones con la proliferación de armas mortíferas; y, en vez de ser constructores de amaneceres esperanzados, ejerzamos la destrucción del linaje con el tenebroso afán de la venganza. Es el momento, pues, de los esfuerzos en común. El espíritu colaborador hay que activarlo como jamás. Hay que negarse a aceptar la esperanza únicamente de palabra. ¡Vengan obras tranquilizadoras!
En efecto, pidamos la acción, demandemos con coraje los engaños, hagámonos piña para que estos pequeños ídolos que nosotros hacemos se vayan con sus falsedades a penar con nuestro olvido, para que cada cual sea fiel consigo mismo para poder serlo con los demás. Solo así podremos pasar página. Estos días de dolor y tristeza lo único que ponen de manifiesto son nuestros problemas ocultos, por esa falta de cercanía y colaboración entre análogos.
Observémonos, por favor. Hay mucha gente aislada, no reconocida en dignidad, abandonada por nuestras miserias, que no disfruta de nuestros derechos, desmembrada de esa cohesión social que suele privilegiar a unos pocos, sometida al mercado de la indiferencia, donde se dan todo tipo de amenazas y ejecuciones. No hay que salir muy lejos de nuestro entorno para ver esta atmósfera inhumana, esta deshumanización que nos desgobierna, a falta de poner cabeza y corazón en nuestras actividades.
Realmente nos han usurpado nuestra verdadera identidad humanística, el mundo de las ideologías nos ha dejado sin entrañas, y a nosotros, nos ha faltado coraje para permanecer en esa sabiduría innata de humanidad familiarizada que todos llevamos consigo. Permanecemos, por desgracia, en este caos de confusión y maldades. Nadie está a salvo. Una gran incoherencia orienta nuestro andar. Decimos que lo sabemos todo y todo lo ignoramos. Constatamos una y mil veces que los problemas son globales e interdependientes, pero nuestras soluciones son mezquinas, están cada vez más rotas. Asistimos a un creciente despecho, a una pérdida de confianza entre los gobiernos, que nos apropian y desmoronan. Políticos haciendo negocio con la ciudadanía de la que suelen servirse en lugar de servirlos. Líbrese el que pueda. Instituciones y organizaciones corruptas a más no poder, endemoniadas por liderazgos inútiles que envenenan y fragmentan. Así, bajo estos mentores sin ética alguna, es imposible acción colectiva. Está claro, por tanto, que no podemos continuar de este modo. Necesitamos del esfuerzo de otros caminantes con un alma más noble, que nos revitalicen otros sentimientos más leales, con un compromiso más firme en hechos. Las palabras, sólo las palabras sin algo más, quedan vacías.
Hemos de ponernos en otro camino. Volvamos a hacer familia. Jamás se habló tanto de políticas inclusivas en ambientes que son excluyentes. No basta con proclamar vocablos que no se llevan a efecto, debemos probar su existencia. Ya está bien de guiones novelados, de infidelidades hacia esa ciudadanía que se desespera en la cuneta existencial de la pobreza; debemos demostrar que estamos ahí con ellos, que compartimos el deseo de servirles, pues si el futuro es común, también ha de ser habitual y constante nuestra unidad de apoyo. Sirvámonos de la Carta de las Naciones Unidas, portadora de buenos deseos y de algunas realidades, donde se universalizan valores y se reconocen hábitos consoladores a través de coaliciones entre culturas diversas. Es menester proseguir, continuar haciendo presente la construcción de este mundo más seguro y justo para las generaciones venideras. Esto será posible en la medida en que la fidelidad a nuestro valor cooperante pase de la palabrería al donarse y al perdonarse, para poder rejuvenecerse, cambiando modos y maneras de cohabitar; de saber ser y de estar, más de sirviente que de dominador.
Tampoco podemos instalarnos en esta degradación permanente ambiental y de riesgos sanitarios, menguando la cooperación entre naciones, hay que pasar a otro espíritu de mayor tolerancia y respeto, aunque tengan otras visiones divergentes a nosotros, ya que lo trascendente es que la escucha sea abecedario común, y los debates sobre los desafíos mundiales y sobre cómo abordarlos dejen de ser guiones imposibles y pasen a ser habituales prácticas a construir, desde un hálito de autenticidad, lucidez y rigurosidad. Sin duda, será una buena oportunidad de que esa cooperación multilateral que el mundo hoy necesita, tanto para gestionar la emergencia inmediata de la pandemia como para alcanzar las metas humanísticas que la especie en su conjunto requiere para poder avanzar en su evolución creativa, de creación y recreación consigo misma, desterrando de una vez por todas la intolerancia, el discurso de odio y la polarización en nuestras sociedades globalizadas, donde las políticas han dejado de ser poética pura de asistencia, para convertirse en poderosas máquinas de hacer negocio para sí y los suyos. Destruyamos, sin ningún miramiento, pedestales que no sirven nada más que para algunos. ¡Levantemos la quietud para todos!
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