En tiempos agrestes, la lectura abriga. Releyendo el ensayo de Ortega y Gasset “El espectador” (Salvat, 1970), me detuve en el siguiente pasaje: “Cuando no hay alegría el alma se retira a un rincón de nuestro cuerpo y hace de él su cubil”. Qué manera más afinada de referir ese estado del alma al que tantos nos podríamos adscribir hoy. Y lo decía a colación de otro asunto que trataba en el mentado libro: la verdad. Un término abstracto pero aprehensible cuando lo aplicamos a la vida sensible. También teorizaba más adelante, en el mismo volumen, acerca de otro concepto íntimamente ligado al anterior: la sinceridad, a la que presentaba como un área a conquistar, ya que la impostada fraseología la habría desplazado, siendo una “fórmula intelectual que rebasa las líneas de la realidad en ella aludida”.
Por el contrario, para Ortega la mentira sería una fórmula mediante la que se haría de la utilidad la verdad, por lo que, en dicha lógica, la política sería “el imperio de la mentira”.
Lamentaba amargamente Ortega la proliferación de la especie de los hombres no veraces. No me resisto a atraer, íntegro, un pasaje del libro que podría referir la hora actual:
“Sí; congoja de ahogo siento, porque un alma necesita respirar almas afines, y quien ama sobre todo la verdad necesita respirar aire de almas veraces. No he hallado en derredor sino políticos, gentes a quienes no interesa ver el mundo como él es, dispuestos sólo a usar de las cosas como les conviene. Política se hace en las academias y en las escuelas, en el libro de versos y en el libro de historia, en el gesto rígido del hombre moral y en el gesto frívolo del libertino, en el salón de las damas y en la celda del monje. Muy especialmente se hace política en los laboratorios: el químico y el histólogo llevan a sus experimentos un secreto interés electoral” (p. 18).
Un párrafo cuya extensión no desdora su incardinación justo aquí arriba por lo lúcido de las premisas que transporta.
Tras dichas aserciones, Ortega reivindicaba vivamente “la obligación de la verdad”. Clamaba por un “rejuvenecimiento del mundo”, algo que, parándonos siquiera sucintamente a observar la deriva de las sociedades desde entonces hasta hoy, podía ser calificado de entelequia o clamor en desertizados perímetros.
Pero hoy hay gentes, asimismo de nada desdeñable fuste intelectual, que emparentan con los aquí atraídos planteamientos, de desiderativa tonalidad, expuestos por Ortega. Me refiero concretamente al también filósofo José Luis Pardo, quien, curiosamente, conectaba, en cierto modo, con los planteamientos orteguianos aquí manejados. Lo hacía en un artículo titulado “En defensa de la esfera pública” (“El País”, 21-4-2020, p. 9). Reflexionaba Pardo acerca de por qué no habrían de ser excluyentes la pertenencia, en la esfera privada, a un determinado ámbito de responsabilidad o de poder, donde habría una obligación debida, para, por otra parte, en el ámbito público (el de la sociedad civil) poder ejercer la crítica razonable y constructiva de dichos espacios de poder. Esto es: no desobedecer, pero sí criticar desde la independencia. Y continuaba Pardo señalando cómo se ha ido enrareciendo la esfera pública cuando de poder manifestar la libertad de pensamiento se trata, toda vez que los “entramados de poder” invadirían dicha esfera, tratando de imponer sus lógicas, no quedando espacio para la expresión del libre pensamiento. La crítica comportaría estigmatización.
En vez de analizar asépticamente lo que ocurre en la esfera pública en pos de, desde la sociedad civil, tratar de reconducir las lacras que nos atenazan, se acostumbra a partir de premisas tasadas y envilecidas, entrándose en un estéril enfrentamiento que, al fin, no beneficiaría a nadie. El sectarismo lo invadiría todo: “la esfera pública está llena de vergonzosas disputas entre intereses particulares, que obscenamente se anteponen al interés público”, apuntaba Pardo, quien continuaba afirmando que se extiende una peligrosa deriva en la que la ciudadanía parece preferir ser tutelada, entrando, de esa manera, “en el carnaval de las identidades enfrentadas”. Y, así las cosas, el más vilipendiado acaba siendo, ay, el librepensador.
Si Ortega, controvertido librepensador, se hubiera topado con la apoteosis de lo “fake” en plena era de la “posverdad” hubiera sentido una “congoja de ahogo” irreversible, me atrevería a decir.
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