En la guerra de secesión norteamericana, según estudios de los mismos estadounidenses, la mortalidad sufrida por los combatientes heridos sometidos a cirugía superaron ampliamente al promedio que siglos antes habían logrado culturas precolombinas como los incas.
Es que las guerras han sido siempre un vehículo facilitador de las infecciones, y algunas terminaron siendo peores que las mismas batallas. Hoy una pandemia global ha logrado paralizar la paz, pero no la guerra.
Es lo que sucede en Yemen, donde no han cesado los bombardeos, y otro tanto en Libia, donde la lucha armada sigue sin tregua a la vista.
La historia recuerda casos parecidos, durante la misma guerra por la independencia americana. Una grave epidemia de viruela azotó a Norteamérica durante la lucha entre británicos y sus enemigos por el control de lo que hoy es Estados Unidos. Las crónicas señalan que en más de una oportunidad, los ingleses enviaron agentes inoculados con el virus para diseminar la enfermedad entre sus enemigos.
En ese entonces no se conocía vacuna alguna contra la viruela, pero ya existía un método conocido como variolación, que era infectar una incisión de la persona a la cual se pretendía salvaguardar con extractos de heridas contaminadas. La práctica era conocida desde mucho antes en China y otras regiones del mundo.
El procedimiento fue sugerido al general Washington en medio de la guerra, logrando salvar a través de él al grueso de sus tropas, algo que le permitió contarse entre los vencedores.
Durante el siglo XIX, el cólera fue utilizada como arma de guerra por los ejércitos de la Triple Alianza de Argentina, Brasil y Uruguay que combatían al Paraguay. Según el historiador argentino Felipe Pigna, las aguas potables fueron contaminadas por cadáveres contaminados por gérmenes no solo contra el enemigo, también contra varias de las mismas provincias argentinas. En ese tiempo, la oligarquía paternalista liberal de Buenos Aires había emprendido una verdadera limpieza étnica contra las provincias que se oponían al proyecto portuario.
Más recientemente, apenas finalizaba la primera guerra mundial a fines del año 1918 cuando la humanidad tuvo ante sí un nuevo apocalipsis, la llamada gripe española, que acabó cobrándose tres veces más víctimas que la misma gran guerra.
Durante la Segunda Guerra Mundial, se pasó por encima de todas las barreras éticas en medio de un demencial esfuerzo bélico al que ninguno de los ejércitos pudo escapar. Los bacteriólogos y demás investigadores realizaron investigaciones inescrupulosas con prisioneros en campos de concentración, hospitales de campaña e incluso con enfermos siquiátricos.
En ese contexto, miles de reclusos fueron utilizados como cobayos humanos e infectados con malaria, hepatitis, tifoidea y otras enfermedades mientras paralelamente se intentaba desarrollar vacunas o medicamentos.
Aunque algunos fueron juzgados y se elaboraron a raíz de estos hechos códigos éticos, muchos de los criminales quedaron impunes e incluso fueron a ocupar cátedras de prestigiosas universidades de sus otrora enemigos.
Considerando estos antecedentes, queda mucha tela por cortar con respecto a las verdaderas intenciones veladas que muchos jefes de estado o gobiernos del mundo, en intimidad, puedan anidar con respecto a la actual pandemia que sufre la humanidad.
Aunque de manera hipócrita puedan hacer proclamas altruistas, difícilmente puedan privar a los ciudadanos de sus pueblos del derecho a cuando menos desconfiar. Después de todo, ya lo había advertido un pensador de la ilustración cuando señaló que la hipocresía es tan solo un homenaje que el vicio rinde a la virtud. LAW
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