En la víspera del ‘Dia do Índio’ en Brasil, apareció sobre un camino de tierra en el estado de Rondonia en la región amazónica, el cuerpo sin vida de Ari Uru-Eu-Wau-Wau. El joven, de apenas 33 años fue asesinado mientras realizaba tareas de vigilancia ambiental contra la tala ilegal. Su muerte, al igual que la de muchos otros guardianes del bosque que perdieron la vida en defensa de sus tierras y recursos, forma parte de un problema mayor: la violencia y discriminación generalizada contra los más de 370 millones de pueblos indígenas que habitan alrededor del mundo.
Las comunidades indígenas son guardianes de una riqueza invaluable, ya que protegen el 80% de la biodiversidad restante del mundo. Sus conocimientos ancestrales permiten mitigar y reducir los riesgos de desastres climáticos. Es precisamente este rol de protección el que los hace vulnerables a ataques externos por parte de ocupantes legales e ilegales que buscan extraer los preciados recursos naturales que se hallan en sus tierras. Esto, en el contexto de la pandemia global de coronavirus supone un doble riesgo, ya que la entrada de extractores de recursos también implica una mayor exposición a enfermedades de las cuales se buscan proteger al blindar sus comunidades. El problema es que esta situación está estrechamente ligada a intereses económicos y negocios de tinte político.
"A lo largo de la historia, hemos sido víctimas de los sucesivos invasores, no solo porque usan la violencia física, armas de fuego o trabajo forzado, sino también por las enfermedades que nos han transmitido y transmiten, como la gripe, la viruela y el sarampión", reza una denuncia pública de la Asociación de los Pueblos Indígenas de Brasil (ABIB). No es la primera vez que las comunidades indígenas de Brasil se enfrentan a un riesgo semejante. A lo largo de la historia, las incursiones de forasteros hicieron que estas comunidades aisladas de la sociedad entraran en contacto con diferentes enfermedades, derivando en numerosas muertes. Sin embargo, muchos coinciden en que desde la llegada de Jair Bolsonaro al poder, los pueblos indígenas en Brasil corren un mayor riesgo.
Más allá de lo que ocurre en Brasil, el avance del Covid-19 y el ingreso de forasteros a territorios indígenas, supone una dura amenaza para los pueblos indígenas que están repartidos en más de 90 países alrededor del mundo. Acceso deficiente a la atención médica, falta de servicios esenciales como agua potable, instalaciones médicas precarias y marginación socioeconómica, son según la ONU, algunas de las dificultades a la que se enfrentan estas comunidades, particularmente vulnerables durante las emergencias sanitarias. Aunque la situación de cada uno de estos pueblos está condicionada también por las políticas y gobiernos locales.
En Perú, la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (Aidesep), presentó una denuncia ante las Naciones Unidas y la Organización de Estados Americanos (OEA) ante el riesgo de etnocidio en el país a causa de la falta de políticas por parte de los dirigentes que permitan proteger a las comunidades indígenas frente al avance del coronavirus. En el país vecino, Ecuador, la pequeña comunidad siekopai de Sucumbíos, con tal solo 700 miembros en el país, se enfrenta a la extinción tras la rápida propagación del Covid-19 en su territorio.
Al igual que sucede en Brasil, en Ecuador, los negocios tampoco se detienen. Según una denuncia de la Confederación de Nacionalidades Indígenas de la Amazonía Ecuatoriana (CONIAE), “la empresa Terraearth S.A. continúa trabajando durante el estado de excepción sin tener permisos, sin licencia ambiental y sin respetar la emergencia sanitaria, poniendo en riesgo a los habitantes de la zona”. Caso que se replica en otros países como en Indonesia, donde líderes de las comunidades indígenas trabajan activamente en la protección de sus territorios tanto frente a la explotación de recursos, como frente a la llegada del Covid-19. Al igual que ocurre en Brasil, la flexibilización de las políticas que incentivan la tala de bosques con fines comerciales, parece tener más peso que la protección de la comunidad indígena. Dos industrias poderosas, como la del aceite de palma y de la pulpa y el papel, manejan los hilos de la política ambientalista.
Las denuncias públicas de organizaciones ambientalistas de la talla de Greenpeace o el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF), no logran poner fin al abuso por parte de las empresas que operan en el país. Uno de los grupos empresariales más importantes del país, el grupo Sinar Mas, continúa operando con total impunidad a pesar de las numerosas denuncias en su contra por racismo ambiental, destrucción del hábitat natural, deforestación, contaminación, entre otras. Ni siquiera la muerte de un joven agricultor, Indra Pelani, en 2015 a manos de guardias de seguridad de Asia Pulp and Paper. (APP), filial del grupo Sinar Mas, han impedido la expansión de la empresa ni del conglomerado. Prueba de ello es también la forma en la que Paper Excellence, compañía hermana de APP, replicó las tácticas del grupo en Canadá, causando la contaminación de fuentes de agua de comunidades indígenas en Nueva Escocia.
Como los ejemplos lo demuestran, a pesar de las diferencias culturales que separan e identifican a cada una de las poblaciones indígenas alrededor del mundo, si hay algo que une a todas ellas es la vulnerabilidad. Si bien muchos creen que la pandemia del coronavirus es un hecho sin precedentes que nos toca vivir, para las comunidades indígenas este no sería el caso. Muchas de ellas conservan en su memoria los estragos causados por otras enfermedades transmitidas por forasteros. Aún así, como lo afirma Humans Rights Watch (HRW), muchas de ellas continúan arriesgando sus vidas para proteger los bosques y selvas. Su labor es vital para la conservación y ningún gobierno puede permitir que los pueblos indígenas sigan librando esta batalla sin apoyo.
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