Quizás sea bueno tomar otras visiones más del alma que del cuerpo, también otros abecedarios menos distantes, junto a unas brisas más celestes, que nos inspiren a dejarnos acariciar por el manto sideral, porque allí realmente está nuestra musa, nuestra Madre, la del auténtico verso y la palabra, ansiosa de abrazarnos a poco que movamos los labios del corazón. Desde luego, no hay mayor invitación a mirar las alturas, que celebrar la fiesta de la Asunción de María, para volverse más vida y envolverse de sueños. Estamos llamados a trascender, a despojarnos de mundo y a ponernos en vivo a ser poetas, pues las grandes sensaciones nacen con la grandeza de lo invisible, donde no habitan rencores, ni tampoco rivalidades y mucho menos envidias. Cada uno es, como ha de ser, puro corazón que embellece, la mística del edén, la contemplativa puerta siempre abierta, para acoger y recoger los pulsos interiores de todo ser vivo. Nuestra casa no está aquí abajo, sino en la cúspide gozosa de ese poema interminable que somos. La Virgen, precisamente, exalta ese esplendor y proclama esa gloria a todos los horizontes existenciales. Sin creatividad no hay conexión. Tampoco sin unión nada se reconduce. Sin duda, hemos de aglutinar valor y capacidad para alimentarnos de las convicciones y alentarnos de las certezas.
En efecto, sólo lo hermoso es cierto y nada es cierto sin poesía. En verdad, si hay algo que nos conmueve es una pequeña criatura humana, sencilla y humilde, convertida en la Madre de todas las bondades y verdades; y, por ende, la primera en recibir la más alta satisfacción de verse en cuerpo y alma en ese paraíso inenarrable de pureza sin fin.
Desde luego, su hazaña nos injerta iluminación, consuelo y esperanza en nuestra peregrinación, que no es fácil, por el peaje de cruces que nos ponemos unos a otros. La necedad mundana nos impide ser poesía. Aspiramos a ser poder, cuánto más poder mejor, olvidando que las grandes alegrías provienen de aquello que nos sublima por dentro.
Dejémonos, por tanto, aconsejar y guiar por quien ha sabido unirse y reunirse a su Hijo, nuestro Redentor, viviendo en el momento poético del Calvario, el punto culminante de la nívea estrofa, el amor de amar amor, la clemencia y el sufrimiento más profundo. Indudablemente, nuestro Creador, quiere vernos contemplar esa armónica belleza de alma y cuerpo en paz, ofreciendo quietud, prometiendo concordia, celebrando esa humanidad transfigurada en verso. Ojalá aprendemos a convivir en ese servicio de donación, en la confianza de que el signo más acorde con el espíritu creativo es la serenidad constante.
Una entereza que es la que nos da sabiduría y coraje para el combate contra las fuerzas mundanas. A veces, nos olvidamos, que formamos parte de ese mismo tronco poético. Sentirnos acompasados y acompañados, no es una idea sino un acontecimiento real; pues si Cristo es el comienzo del verso, María es la liberada con el silencio, y nosotros somos la primicia de soledad, los asombros del verbo, la conjugación de las sábanas lunares. Nadie, como ella, pregona la grandeza del Señor, resiste los avatares y hace que cada cosa que vive sea una acción que ha de ser amada para volverse fértil. Sin duda, será bueno que ofrezcamos un nuevo mundo, sólo hay que añadir estribos que nos asciendan, que nos saquen del pozo, porque la vida tiene que acabar siendo un horizonte lirico, donde nadie se sienta extraño y todos nos sintamos hermanados. De nada sirve la globalización sino se fraternizan los vínculos humanos. Desde luego, hay que perder el miedo al tránsito, porque en el tranco de esta hondura astral, contamos con una Madre, ofreciéndonos su consoladora mano. Confiemos en que el regocijo se extienda por todas las culturas, máxime en una época en la que debemos reducir tensiones y aumentar las miradas de entendimiento. Comprenderse es el principio de enmendarse, algo esencial en este mundo de bárbaros, con tantos personajes de tragedia.
Observando, en consecuencia, la mística de la Asunción de la Virgen, nos hace pensar en la dicha de abrazarnos latido a latido y reconstruir otro firmamento más paradisíaco, donde se congregue el nítido verso de Dios, bajo ese espíritu maternal de María, concebida inmaculada, templo versátil inspirado en la entereza, reconstituyente de nuestras plegarias y estimulante siempre para alcanzar el cielo. Leales y fieles a su luz, que nos llama a sobreponernos de toda mancha y a consumar el himno más glorioso, porque ha creído en la palabra del Señor, sabiendo que alejarse de Dios es acercarse a los malditos ídolos prosaicos. María, sin embargo, es la gran creyente del verso, la gran rapsoda del
Padre, la que nos despeja el camino, nos indica la meta, y nos muestra después de este exilio por este valle de cruces, el fruto de su métrica, que no es otro que el acento de la eternidad en nuestros ojos, al tomar la morada de la luz en nuestras corrompidas venas. Algo que nos estremece con vibraciones divinas y enternece con temblores humanos. Sea como fuere, necesitamos el triunfo sobre Lucifer. Vuelva a nosotros por siempre, la escogida de Dios, tierna en su mirada como una Madre verdadera y, majestuosa en todo su porte, como una reina de la placidez.
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