No es lo mismo estar que vivo que sentirse vivo; ni es lo mismo sentirse vivo que saberse vivo. Somos, hasta donde conocemos, el único ser consciente de su existencia. Y lo somos por contraste; es decir, sabemos que estamos vivos porque nos sometemos a la certidumbre de la muerte, a la certeza inesquivable de que un día hemos de morir.
Sabernos vivos nos ha dado un cariz inmortal. El hombre se ha hecho humano al tiempo que le nacía la noción de la muerte y, con ella, el deseo de trascender sus límites. Las pinturas en las cavernas, los primeros enterramientos, las construcciones megalíticas responden, en buena medida, al anhelo de seguir aquí tras morir, nosotros mismos o aquellos a quienes hemos amado. Como dice Blas de Otero, somos ángeles con grandes alas de cadenas. Creemos estar destinados a la inmortalidad, porque pensamos que ese yo único que nos sustenta no puede ser sino divino, no puede estar destinado a acabar en la nada del polvo, pero nos descubrimos atados a la tierra, corruptibles y finitos. Es esta la gran desgracia humana y, al mismo tiempo, de ella han surgido nuestras mejores obras, nuestros actos más nobles y hermosos. ¿Qué ser vivo concebiría acometer empresas que no verá acabadas, como una catedral? ¿Qué animal daría su vida por mejorar la existencia de un igual al que nunca ha visto ni verá? ¿Qué especie se afana hasta la locura por hallar la Verdad, algo que se desmenuza en las manos como el trigo bajo la piedra?
No cabe duda de que nuestro conocimiento del mundo físico, tanto en su expresión mínima como en la máxima, es cada vez mayor, pero, en cuestiones existenciales, seguimos siendo un bebé asombrado ante el cielo estrellado. Tal vez un día alcancemos todas las respuestas, pero, si eso ocurriera, nada habría en la tierra que nos retuviera. No seríamos ya de este mundo, pues habríamos olvidado que venimos del barro y el mar, que nos somos otra cosa que los hijos de la muerte.
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