Los dones de Dios son irrevocables. Recibimos el don de la vida y viviremos por toda la eternidad. La muerte no termina nada sino que con ella comienza una vida distinta pero sin fin. Mucha gente dirá que no lo cree y que con la muerte desaparecerá para siempre ¿podremos sacarlos de su error?.
Si nos paramos a pensar, tarea que pocos emprenden y vemos que tanto el rico como el pobre tienen un final similar quizás creamos que todo es una broma de mal gusto. Al final unos huesos y una tumba. ¿Todos nuestros esfuerzos han sido inútiles? ¿Es idéntica la suerte del bueno y el malo?
Desde el principio de los tiempos el Dios que nos da la vida no ha dejado de instruirnos, de avisarnos, de castigar nuestro alejamiento de Él. Por medio de los profetas nos llamó al buen camino y hasta envió a su Hijo único, Jesús de Nazaret, para insistir, una vez más, que el mismo Padre nos ama y nos invita a gozar de su propia vida divina.
Pero nosotros, como dice Jeremías, hemos abandonado a Dios, fuente de agua viva, y nos hemos ido a cavar cisternas rotas que no pueden retener las aguas. Nos hemos creído autosuficientes. No necesitamos de Dios que es un estorbo empeñado en la tontería de que nos amemos los unos a los otros. El mundo es nuestro y hay que conquistarlo, pero este mundo tiene un príncipe, el demonio o Satanás, la serpiente antigua que tentó a la primera pareja de hombres en el
Paraíso y que expulsado de la gloria, busca sin descanso a los hombres para perderlos.
Alardeando de listos caemos en sus redes. No importa que hayamos renunciado a creer en Dios pues creeremos en Satanás y nuestro destino será horrendo. Las señales son claras: odios, guerras, abusos, inmoralidad creciente y triunfante.
Todo esto está en la dimensión de eternidad, por lo que nuestros planes, partidos, objetivos, líderes y organizaciones no arreglarán nada, sino nos irán haciendo caer cada vez más bajo.
En cambio aquellos que creyeron la palabra de Dios y la pusieron por obra llegarán a la eterna bienaventuranza. Aún es tiempo de volver a Dios, aún es tiempo de amar al prójimo, aún es tiempo de abandonar los “ídolos” de Egipto: el poder, la riqueza, el placer, la autosuficiencia y disponernos a cruzar el desierto para llegar a la tierra prometida donde viviremos para siempre.
La muerte, nuestra muerte, no termina nada sino que nos introduce en un escenario eterno de felicidad o de condenación. No podemos dejar esta oportunidad única de pasar a gozar de la vida eterna.
Si los santos que celebramos como patronos de nuestros pueblos desaparecieron con su muerte ¿qué hacemos en sus fiestas o en sus procesiones? Pero si esos santos y otros muchos de todo el mundo han llegado a la vida eterna, también nosotros podemos llegar, todo es cuestión de reconocer a Dios y adorarlo y tratar de cumplir su voluntad.
Alejarnos de Dios es elegir un camino equivocado y que nuestro mundo continúe hundiéndose en el mal y la desesperación. Podemos dedicar un rato a pensar en ello que seguramente es lo mejor que podemos hacer.
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