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Los tiempos de Quevedo

Abel Ros
lunes, 19 de enero de 2015, 07:56 h (CET)
En los últimos meses, como sabéis, he escrito varios artículos autobiográficos. Relatos como: "los brotes del Alzheimer", "árboles doblados" y "gafas rotas" son, entre otros, historias reales que, de una manera u otra, han condicionado el curso de mi sino. Aunque estos escritos los llame "autobiográficos" porque están redactados en primera persona, lo cierto y verdad, es que detrás de cualquier producto literario reside la huella biográfica de su autor, aunque éste se esconda entre los interlineados de su obra. Muchos profesores de lengua y literatura – de esos que saben mucho de teoría pero muy poco de la praxis (de la escritura) – suelen pasar de puntillas por la vida de los autores. Desde que estudiaba en el instituto, recuerdo que siempre fui muy crítico con esta dejadez docente; práctica que hoy, veinte años después, la sigo observando en algunos de mis compañeros de batalla. Cuando analizamos un escrito – ya sea un libro de ficción o un ensayo de política – aparte de desglosar sus ideas principales y secundarias; temáticas y contextualización histórica, es necesario conocer de cerca a su autor para una comprensión exhaustiva de su obra. Las "Nanas de la cebolla" de Miguel Hernández no rimarían igual sin la sombra de los barrotes. Algo parecido ocurre con pintores como Goya o músicos como Beethoven; artistas de carne y hueso, como nosotros, que a lo largo de sus vidas sintieron la necesidad de escribir, pintar o componer y, gracias a ello, han pasado al diálogo presente. Hoy, como les digo, sus mensajes son un puente entre sus sendas y las nuestras. A pesar de que algunas formas lingüísticas no sean las mismas y los teclados hayan sustituido a las plumas de Cervantes, lo cierto y verdad, es que nuestro carácter "chismoso y envidioso" sigue siendo el mismo en las páginas del Buscón que en los textos de Reverte. Seguimos con los mismos conflictos de clase que tanto denunció Marx en el Capital y, si me apuran, les diré, que tenemos la misma maldad que retrató Hobbes en su obra, Leviatán.

El otro día, sin ir más lejos, conversé con Alberto – un viejo compañero de trabajo – acerca de educación y literatura. Hablamos sobre el maltrato que está sufriendo la lengua española por el uso de los móviles, tabletas y toda la parafernalia de "las nuevas tecnologías de la información y comunicación", por parte de los jóvenes. Tan grave es el problema, me decía, que la mayoría de sus alumnos han reducido sus lecturas a "los monosílabos" y "palabras mal escritas" que reciben por "wasaps". Así las cosas, "la lectura de mala calidad" se ha convertido en un hábito social que empobrece el gusto por las letras de los tiempos de Quevedo. Sin una masa lectora exigente en el horizonte, el oficio de la escritura enfermará por no resultar rentable a la industria de la cultura. No olvidemos que el 35 por ciento de los encuestados, según el último barómetro del CIS, no lee nunca o casi nunca. Sin lectores, la Hispania de Rajoy se convertirá, con el paso de los años, en un país de ciudadanos alienados por los discursos del poder. Es, precisamente, esta razón, y no otra, la que enciende la luz roja de la crítica e invita a la intelectualidad a buscar soluciones al problema. Para ello, es necesario que nos preguntemos: ¿por qué no lee la gente? Según los encuestados, el hábito de leer ha sido sustituido por otras alternativas de entretenimiento, tales como cine, televisión, música, videojuegos, botellones y un sinfín de razones que invitan al sujeto a prescindir de lo aburrido, la lectura. Sin tales alternativas, la caída de lectores no sería la misma. Renunciar al progreso y a las nuevas formas de entretenimiento sería, por tanto, la solución para encender las luces del siglo XVIII. Ahora bien esta solución, como ustedes comprobarán, es una utopía. Es una utopía, como les digo, porque el progreso es imparable y, por mucho que queramos volver al siglo de las letras, el nuestro es el de las pantallas. Luego tendremos que buscar la fórmula para que leer se convierta en una necesidad para el crecimiento personal y no en algo aburrido, al servicio de los raros.

Esta semana, a pesar de la crisis lectora que atraviesa el país, mi blog -El Rincón de la Crítica - ha cumplido cuatro años. Cada día se crean en el mundo miles de blogs; pero son, la verdad sea dicha, muy pocos los que resisten la erosión del tiempo. No la resisten, como les digo, porque un blog necesita mucha perseverancia y paciencia hasta que se recogen sus primeros frutos, una audiencia mínima exigible. Una bitácora, y lo he dicho en más de una ocasión, es como una planta a la que tienes que regar todos los días si no quieres que se muera. Sin mi pasión por la escritura, hoy, probablemente, mi blog sería un cadáver del olvido. Como ustedes saben, el Rincón no es un documento "populista". No tiene una línea editorial definida. Y no la tiene, cierto, porque yo no escribo para los otros, sino como un ejercicio de salud mental para amueblar mis pensamientos; sin preocuparme, lo más mínimo, por si los artículos reciben más o menos "me gusta" en Facebook, o si son “Treding Topic" en los mentideros de Twitter. Si quisiera que el Rincón fuera un blog de renombre, solo tendría que escribir para un público definido, como lo hacen los redactores de Marhuenda o los escribas de Rubido. Escribir para los otros implicaría convertirme en un Pablo Iglesias de la literatura que junta palabras con las ilusiones de la gente. Es, por ello, por lo que algunos periódicos se niegan a publicar mis tribunas de opinión. Se niegan porque no están acostumbrados a que sus páginas sean manchadas por el ácido de la crítica. Una crítica libre, plural e independiente; que lo único que busca es repensar el presente sin las mordazas de la censura, siempre desde el respeto y la asertividad del relato. Aunque el Rincón sea un blog incómodo, lo cierto y verdad, es que la mayoría de sus seguidores – sociólogos, politólogos, escritores, profesores, entre otros – son lectores exigentes. Lectores, como les digo, cansados del modelo periodístico europeo y en búsqueda constante de lecturas selectivas.

En más de una ocasión he reivindicado la escritura como asignatura obligatoria en enseñanza secundaria. Escribir – en palabras del filósofo – es algo más que juntar palabras en la frialdad del pergamino. Los libros son la suma de millones de miradas acerca de una misma realidad. Es, precisamente, la forma de mirar, la que diferencia los textos de Galdós de los escritos de Rosalía; la que diferencia, cierto, a la España de ABC de la Hispania republicana y, la que nos separa entre Sanchos del Pesoe y Quijotes de Podemos. Mientras todos los que juntan palabras "ven", solamente los escritores "miran". Mientras "ver" es un ejercicio de contemplación y gusto por el paisaje, "mirar" es una tarea de reflexión y crítica con lo visto. Así las cosas, "mirar" se convierte en una búsqueda de metáforas entre las malezas de los árboles, y "ver" es un oficio de budistas en búsqueda de silencio. Es por ello que; los escritores de pedigrí – aquellos que buscan la verdad en medio de la hipocresía – son quienes fracasan en la industria de la cultura. Fracasan, como les digo, porque todo lo que huela a independiente – cine, música y literatura – no es bienvenido en las junglas del mercado. Así las cosas, la escritura se convierte en un prostíbulo barato, entre escritores y editores, donde solo triunfan quienes salen en la tele. Según mis críticos, "El pensamiento atrapado" - mi libro - no es un libro populista. No lo es, cierto, porque no salgo en la tele ni hago presentaciones y, no lo es porque en sus páginas busqué la verdad en medio de la hipocresía. Ojalá lo hubiese escrito en los tiempos de Quevedo.

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