En su libro sobre el problema del Sahara, el Premio Cervantes de Literatura Juan Goytisolo hace una inmejorable exposición sobre el más longevo contencioso internacional del África, subproducto de la guerra fría.
Reconocido como un escritor progresista de izquierdas, partidario de la revolución argelina, escribió hace ya casi medio siglo un esclarecedor ensayo sobre la cuestión saharaui que sigue tan vigente a pesar del tiempo y los acontecimientos transcurridos.
El Premio Cervantes español fue reconocido a pesar de objetar el intervencionismo de muchas organizaciones gubernamentales y no gubernamentales españolas en asuntos internos marroquíes, y de establecer un paralelismo con la causa de la integridad territorial de Marruecos con la indefinida ocupación británica de Gibraltar. En su libro Goytisolo también reprocha a los republicanos españoles por no haber aceptado un ofrecimiento de la izquierda marxista marroquí, que podría haber salvado a la república española derrotada en la guerra civil de 1936 al 39. Por supuesto, también dedica sus merecidas líneas al problema vasco y al separatismo catalán, dos conflictos irresolutos que invalidan cualquier injerencia española en asuntos magrebíes.
Mientras en las fronteras de Europa sigue predominando el rechazo y los prejuicios con respecto a los exiliados económicos africanos, brutalmente rechazados en contravención a toda naturaleza humana y convencionalismo humanitario, en Marruecos fui parte un par de años atrás de un cónclave mundial donde fue condenada esta racista segregación europea.
En el lapso de un lustro visité en tres oportunidades el Reino de Marruecos, y puedo dar testimonio del progreso material y sobre todo moral que ha conquistado bajo la conducción pluralista de su monarca Mohammed 6.
En estos pocos años, pude constatar que el servicio de seguridad marroquí es requerido por naciones tan bien posicionadas como Francia o Bélgica, que los imanes marroquíes son los más solicitados para instruir a las autoridades islámicas de países europeos, que los cristianos gozan de absoluta libertad para ejercer el culto a su fe en Marruecos y que incluso son protegidos por las fuerzas del orden de este Reino magrebí.
El Reino de Marruecos lo ha expresado con claridad un par de años atrás en Oujda, ante exponentes de países africanos, europeos y americanos. Marruecos considera al enfoque histérico de algunos europeos cuando hablan de la inmigración como una promesa de infierno para todos, una mera exageración.
En medio de la mas absoluta calma, las autoridades del Reino de Marruecos nos ilustraron sobre sus políticas al respecto, que hacen honor a la tradición del país. Sus mecanismos inclusivos abarcan programas de capacitación laboral a los que incluso acceden subsaharianos indocumentados.
Quedó claro que la inmigración no es considerada problema en un país cuyo acervo cultural, justamente, fue erigido con aporte de judíos y herejes que huían de las guerras que inventaban los monarcas europeos, para combatir a demonios que como vampiros, no se dejaban ver ni en los espejos.
Hoy, como en aquel tiempo, la pobreza derivada de un comercio injusto manejado por los países ricos, a la que se suma una pandemia que es responsabilidad de los mismos culpables, no causa remordimiento a los supremacistas y segregacionistas que consideran la inmigración como un “flujo” que pueden detener como se cierra un grifo de agua, al decir de Prévost Gérard.
Para el Rey Mohammed VI de Marruecos, aislarse del mundo es la peor maldición que puede sucederle a un país, y sobre todo a una comarca que considera que sus dueños son todos los que deseen habitarlo.
Tal vez sea este progresismo real el que cause tanto desconcierto a una izquierda trasnochada, incapaz de reconocerse superada por una monarquía progresista.
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