Nos movemos entre los espacios del tiempo y, sin apenas darnos cuenta, abandonamos esta dimensión para disolvernos en la poética celeste de la esperanza, en el sueño sublime de la mística, en la memoria de un caminante que ha intentado reencontrarse en su camino, con la sana evocación a sus raíces, que son las que verdaderamente nos eternizan y enternecen. Al fin y al cabo, la muerte del cuerpo nos sorprende en cualquier sitio y a cualquier hora; pero hay una vida espiritual que prosigue, donde uno ya no es lo que era, o quizás sí, sea lo que es, la balada purificadora, en virtud de ese vínculo etéreo que derrumba todos los vicios. No olvidemos, que el viandante virtuoso mora en lo auténtico y descansa en la bondad de sus obras cotidianas.
Sea como fuere, noviembre es un mes para recordar nuestras situaciones vivenciales. La de un pasado, donde permanecen nuestras huellas; un presente, donde habitan nuestros afanes y desvelos; y, un futuro, donde nos abrazaremos a ese verso interminable, tras mirar el horizonte y vernos con la certeza de lo vivido. Sin duda, no hay otra senda más viva que la del alma, tampoco hay otro latido más regenerador que la propia voluntad queriendo, que es lo que en realidad nos transfigura y revive, en virtud de ese lazo natural. Sin una familia, cualquier ser humano, se siente solo; mientras tiembla de frío y tirita de pena. Desterremos de nosotros, cualquier volcán de perversiones al respecto. No hay otro lugar como el de la estirpe unida, donde las personas se reprenden y aprenden a entenderse y a comprenderse; a respetarse mutuamente y a considerarse hermanos.
Por eso, tanto aquellos instantes vividos como los que aún nos quedan por vivir, han de servirnos para refrescar la memoria y dejarnos sorprender por sus lecciones. Quizás nos convenga recordar, a esa multitud de personas que han muerto y que mueren todavía, en cada amanecer, a causa del COVID-19. En demasiadas ocasiones, se van solitariamente solos, sin la caricia de sus descendientes y sin el adiós de sus convecinos. Está visto que, en cualquier tiempo, necesitamos sentirnos acogidos, también en virtud de esa encomienda de apoyo entre análogos. Desde luego, para una persona solidaria de corazón, todo el mundo es su familia. Y así, cuando venga el espíritu tenebroso, proyectaremos la luz de habernos donado en plenitud y reconciliado en integridad.
Justo, cuando creíamos que lo teníamos todo conseguido, que habíamos resuelto los mil interrogantes que nuestro andar nos suplica, nos sorprende una nueva epidemia, en la que cada ser humano, por si mismo, tiene que hacer lo posible por reducir su exposición al virus. Y esto va a incluir, indudablemente, algunos sacrificios, pero tenemos que hacerlos, porque el presente nos ha puesto una vez más en la prueba de la vida, nuestra particular energía personal, puesto que nada se consigue sin esfuerzo; y, de igual forma, en virtud de la entrega del “yo” con los “demás”, para que la civilización no se hunda. Puede que nos convenga mirar a los espacios y esperar. Ojalá tomemos la llama de la verdad como lenguaje. Así podremos llegar a ese jardín, donde habita el verdadero amor de amar amor, aprendiendo a cultivarlo cada día y a llevarlo hasta el extremo de ser nuestra esencia viviente.
Sin duda, hoy más que nunca, necesitamos esa disposición habitual y firme a comportarnos con rectitud, con todas nuestras sensibles fuerzas comprensivas, pues no podemos hacer de la maldad un modo de vida. Si en realidad queremos renacer, en continuidad y consistencia, tal vez tengamos que hacer brotar de nuestros interiores otros brotes más justos; y, todo ello, en virtud de la superación de uno mismo, sobre el bien que debemos devolver y el mal que debemos destronar. Contemplando el paso del tiempo, uno tiene la certeza de que vamos pasando por la tierra, pero además puede intuir a poco que medite consigo mismo, que la muerte no es el final, tal vez sea el comienzo de un crecer en la poesía y de un multiplicarse en la belleza del verso.
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