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Los huesos del talento

Ana Botella y Cervantes
Luis del Palacio
viernes, 20 de marzo de 2015, 00:35 h (CET)
Si los antiguos egipcios no hubieran saqueado las tumbas que ellos mismos había construído con tanto esmero, quizá habrían llegado a la conclusión –fortuitamente o por alguna improbable “exhumación técnica”- de que las momias depositadas en los elaborados sarcófagos no acababan siendo más que un reseco hatillo de piel y huesos, en el que no habita el ka sino la vida inferior de los hongos aspergilus y las bacterias anaerobias. Uno, que ha trabajado en excavaciones en el País del Nilo, conoce la piedad que inspiran esos despojos destinados a ser objeto de la curiosidad que todos sentimos hacia lo que pueda haber más allá y es como si buscáramos que alguno de esos muertos hablara y nos diera la clave... ¿La clave de qué? Quizá la de la propia existencia o de qué se siente al otro lado.

La curiosidad del arqueólogo lo lleva a desenterrar huesos pero, en realidad, ese no es su objetivo primero ya que lo que persigue es conocer el pasado, cómo vivían las personas de un tiempo más o menos remoto.

Los políticos utilizan los huesos de manera muy diferente a como lo hacen los antropólogos y los arqueólogos y con frecuencia los usan como excusa para disimular su falta de talento. Me explicaré: es como cuando yo de niño di la mano al presidente Nixon y me pareció que al lavármela iba a perder parte de ese mágico contacto (cosas de niño, claro) Y es que parece que encontrar los huesos (de la mano, pie, sacro, tibia o peroné) de alguien ilustre puede justificar la vida y obra de quien teme ser mediocre, aunque trate de disimularlo.

Ana Botella, que no es niña pero sí mediocre, trata de hacer bueno su paso por la alcaldía de Madrid (heredada de otro mediocre) con el “descubrimiento” de los apollillados huesos de don Miguel de Cervantes. Se ha gastado 107.000 € en la empresa de exhumar una tumba del convento de las Trinitarias; un enterramiento múltiple o más bien una especie de osario adonde fueron a parar los huesos de varias personas (entre ellos, se dice, el de su esposa) enterradas en la iglesia que se alzaba en el mismo lugar a comiezos del siglo XVII. Entre los podridos tablones del ataúd han descubierto una placa en la que figuran las inciales “M.G.”, cosa que a todas luces apunta a que su dueño fue el famoso “manco de Lepanto”, excluyendo a todos los “manolosgarcía” y “marianosgonzález” de la época. Total, entre una “G” y una “C” sólo hay un minúsculo rabillo... Un quítame allá esas pajas.

La “alcalda” (insisto: femenino de quien perpetra alcaldadas) se ha regocijado del hallazgo y asegura, a falta de Juegos Olímpicos, que será bueno para la ciudad del Oso y el Madroño y, ¡toma ya!, para la cultura. Es como si esperara el milagro de que esos huesos (los de la mano, y no la de Nixon) tomaran la pluma y comenzaran la redacción de la tercera parte del Quijote.

En realidad nadie –ni los expertos forenses contratados- sabe si esos restos esqueletizados pertenecen al escritor o son los de algún otro paisano, puesto que no se conocen descendientes vivos del personaje y, por lo tanto, es imposible cotejar el ADN. Pero... ¡qué más da”.

Las bibliotecas públicas languidecen sin apenas presupuesto para renovar sus fondos, pero en España todavía se rinde culto al brazo incorrupto de Santa Teresa (santa y también gran escritora).

Y, ya se sabe, de los huesos siempre puede extraerse un sabroso caldo.

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