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Morir en las alturas

Ante el trágico accidente en los Alpes
Luis del Palacio
miércoles, 25 de marzo de 2015, 22:10 h (CET)
Me aterra volar.

Pertenezco a ese grupo de irracionales que no llega a asimilar lo infundado de ese temor, dado que, según las estadísticas, el transporte aéreo es probablemente el más seguro de los que emplean una máquina (ir en burro es otra cosa).

Por mis circunstancias personales y mi profesión, sin embargo, casi no hay mes en el año en que no tenga que pasar varias veces por ese “finger” que te cuela en la angosta cápsula, que llaman “cabina”, de un avión. En ella prefiero no pensar; que mi mente encuentre un mantra al que agarrarse para no caer en la tentación de darme cuenta del disparate contra natura que es estar a 11.000 metros de la superficie terrestre. En lo que llamamos “un vuelo”, casi todo –menos nuestro miedo- es mentira: en primer lugar, no volamos sino que “nos vuela” un pájaro mecánico-electrónico del que no sabemos casi nada (excepto los que dominen las leyes de la aerostática) y , mucho menos, por qué no se cae nada más despegar. También es mentira el aire que respiramos, un oxígeno reciclado que nos reseca la piel y las mucosas. No hablaré de la simpatía del “personal de vuelo”, que tampoco es natural, aunque suele ser correcta. Siempre pido asiento de pasillo para poder estirar unas piernas que, sumadas al resto del cuerpo, superan ampliamente el 1,80 de estatura. Esas cabinas parecen diseñadas para liliputienses...

En fin, sea por encima del mar, la montaña o el desierto, resulta preferible no mirar lo que hay debajo. Hablo, claro, en nombre de los que sufrimos ese miedo de Ícaro escaldado a acercarnos demasiado al sol.

Sabemos algunas cosas: Por ejemplo, que los accidentes aéreos son muy raros y que estadísticamente es mucho más fácil no contarlo en un viaje por carretera que en uno a través de las nubes. Sólo puede deducirse que el miedo a volar es algo atávico, ancestral; algo que algunos superamos a trancas y barrancas y otros simplemente no pueden afrontar. Podemos caminar, nadar, pero no volar y eso es quizá lo que hace que nos sintamos inermes, llevados más que nunca en alas del Destino. Hemos escuchado tantas cosas a los dos días del trágico accidente en los Alpes, que resulta muy difícil no desarrollar hipótesis sin fundamento, sólo basadas en especulaciones y prejuicios. Lamentablemente la experiencia nos dice que muy pocas veces se llega a conocer las causas últimas de una catástrofe aérea y, con frecuencia, acaban siendo atribuidas a un error humano.

Pero hay algo claro: Por mucho que ahora se intente insinuar que las líneas aéreas de bajo coste sólo buscan cuadrar sus cuentas de resultados y que no ofrecen las mismas garantías que las regulares, debemos considerar que o bien se trata sólo de una postura snob o de una burda mentira: todos los aviones –los “caros” y los “baratos”- pasan exactamente por los mismos controles de seguridad. Y algo más: la flota de aviones de las compañías “low cost” es con frecuencia más moderna que la de las otras.

Más de doce años volando con Germanwings no me han hecho tener menos miedo al avión, pero sí me han llevado a valorar a una compañía que hasta ahora se ha caracterizado por su seriedad, puntualidad, seguridad y corrección con el cliente.

Los que con frecuencia sobrevolamos los Alpes franceses y hemos contemplado tantas veces ,en un cielo sin nubes, la belleza blanca y estática de sus cumbres, no podremos evitar desde ahora un recuerdo a las 150 víctimas; a aquellos que una mañana, a comienzos de la primavera, inciarían el único viaje del que nunca se vuelve.

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