Juan Álvarez ha conseguido independizarse lejos de su país cuando la muerte de su padre le obliga a regresar a su pueblo natal. Y a sus fantasmas. En principio, piensa solucionar pronto los trámites y regresar a Edimburgo cuanto antes, porque allí tiene su vida hecha. Sin embargo, una noticia que le da su hermana trastocará sus planes. Y el futuro cobrará otro color. De repente, Juan Álvarez se verá al cuidado de una madre, a la que no conoce demasiado y con la que no cree tener muchas cosas en común. Estas cuatro pinceladas, cuatro trazos simples, ofrecen una primera aproximación al argumento de ‘Llévame a casa’ (Seix Barral), la nueva novela de Jesús Carrasco (Olivenza, 1972), un libro muy esperado tras el éxito de ‘Intemperie’ y ‘La tierra que pisamos’, sus dos entregas anteriores, no en balde el escritor pacense ha pasado cinco años sin publicar, pero no sin escribir. Y cinco años son muchos días y muchas noches, una porción de la vida. A través del teléfono, según establece el covid-19, pude sostener una conversación, que a continuación transcribo, con el escritor pacense sobre su novela. Faltaban diez minutos para las trece horas del tercer martes de febrero, segundo año de la pandemia, día soleado en València, tal vez demasiado tranquilo y sosegado. En todo caso, aburrido y tristón. La tecla rec de la grabadora se pintó de rojo, como si se maquillara, y comenzó a registrar nuestras palabras. Jesús, en cinco años has escrito tres novelas. Has descartado dos y te has quedado con una. ¿Qué tiene de particular ‘Llévame a casa’ para haber sido la escogida y ser publicada?
Bueno, no es exactamente así. No es que tuviera tres novelas encima de una mesa y decidiera sobre una. Lo que ocurrió es que acabé las dos primeras y me di cuenta de que no estaban para ser publicadas. Había que introducirles bastantes modificaciones y, en aquel momento, era una tarea que no me sentía con fuerzas para acometer. Y en algún punto me resultó más fácil comenzar un nuevo proyecto, partir de cero, antes que desarmar y volver a armar lo que ya tenía escrito. En cuanto comencé, me di cuenta de que aquello iba a funcionar bien. De hecho, su escritura surgió muy fluida, muy fácil, y en poco tiempo lo tuve listo.
¿Hubo alguna imagen o alguna frase que incentivara su escritura? No, no las hubo. Lo que sí había fueron quince o veinte páginas que encontré de un texto iniciado unos años atrás. Faltaban doscientas ochenta páginas más, pero las vi enseguida y me animé a escribirlas. Comencé con el personaje de Juan dándole vueltas a su rollo y, cuando me di cuenta, llevaba poco más de un mes escribiendo y estaba casi terminando. Fue una cosa muy eléctrica, casi no tuve ni que tomar decisiones. Me senté a escribir y apareció la novela.
Además del ámbito rural, que es evidente, ¿qué otros elementos comparten ‘Llévame a casa’, ‘Intemperie y ‘La tierra que pisamos’? Aparte de que soy el autor…
Por descontado… … Está también presente en las tres novelas el hecho de que yo le concedo la máxima importancia a la textura de la prosa, una prosa más o menos específica, pero siempre lo más cuidada posible. Hay otro punto en común, como me comentaron el otro día, que es la presencia en mis novelas de alguien que busca un lugar, una casa… Una persona desprotegida que busca protección. No me había dado cuenta, pero mis tres novelas hablan de seres aislados que necesitan de refugio y salen al mundo para buscarlo. Y la peripecia de la novela está precisamente ahí, en esa búsqueda.
Cuando uno lee ‘Llévame a casa’ tiene la impresión de que en sus páginas no pasa nada. Sin embargo, si se detiene a reflexionar un poco, descubre que sí que pasa y que lo que pasa es, nada menos, que la vida. Sí, ese es un poco el espíritu de ‘Llévame a casa’. Es una novela doméstica y cotidiana y en este ámbito, habitualmente, no sucede nada. Todo lo que se recuerda como memorable o heroico siempre es un viaje, una peripecia fuera de tu rutina y yo quería llevarme la novela a un lugar muy cotidiano, una casa donde supuestamente no sucede nada, donde pasan el tiempo y los años. Sin embargo, bien mirado, dentro de la casa ocurren las cosas más importantes de la vida, sobre todo en lo que tiene que ver con la formación emocional de las personas y en cómo resolvemos el plano de +la vida. Después, uno ya se foguea con los amigos, las parejas y el resto del mundo, pero la formación básica pienso que ocurre en la casa. Y en la novela suceden montones de pequeños movimientos, heroicidades y saltos, que no son nada y lo son todo a la vez. Eso es lo que constituye el centro, la sustancia de esta novela.
Convertir esos pequeños movimientos a los que aludes, por ejemplo, acudir al dentista o visitar una oficina de la Seguridad Social, en momentos literariamente importantes, debe ser un reto complicado, ¿es así? Sí, me recuerda una frase de Baudelaire, creo, que decía que la tarea del héroe consistía en buscar en las profundidades de lo desconocido. Yo siempre he tenido muy presente esa cita, pero invertida, es decir, me parecía mucho más difícil profundizar en lo conocido, en lo que vivimos cada día. Como escritor hallar literatura, peripecia, profundidad, emoción, expresión, desarrollo y aprendizaje en una visita al médico, me resulta más estimulante, que hacer eso mismo a través de una gran epopeya, en la que lo exterior ya te da la pauta para demostrar la evolución del personaje.
Tú procedes del secano y te marchaste a la húmeda Escocia durante un tiempo. A Juan Álvarez, el protagonista de ‘Llévame a casa’, le ocurre igual y parece lógico pensar que sea así, porque Escocia representaba todo lo contrario de lo que veía en su entorno. Esa es otra cosa que está presente, al menos, en ‘Intemperie’ y también en esta novela: la ausencia del agua. En este caso, Juan relaciona su vida futura con las coordenadas de lo húmedo, de los árboles, de la fragancia y de la fertilidad de la tierra y lo contrapone, de una manera muy intencionada, con el mundo del que proviene y que asocia a la esterilidad, a la parálisis del secano, un territorio donde todo está aletargado. Esa es la línea que traza el personaje, pero claro, en la novela todo tiene ida y vuelta y constituye el eje para escapar de su territorio, pero también para regresar.
La acción se desarrolla preferentemente en Cruces, un pueblo imaginario de la provincia de Toledo, ¿guarda similitudes con Olivenza, tu pueblo natal? No, tiene más que ver con Torrijos y su comarca, lugares en los que me crie. Yo me fui de Olivenza con cuatro años, es decir, muy pequeño, y los recuerdos que guardo de allí son fuertes gracias a los lazos familiares, pero su presencia la conservo más lejana y se hunde un poco en la noche de los tiempos. Sin duda, mi repertorio de imágenes se encuentra en Toledo y en Torrijos.
A la ciudad de Edimburgo la citas bastante, pero la describes poco. Sin embargo, el lector sabe de qué estás hablando en todo momento. He tenido que hacer una labor de contención, porque Edimburgo es una ciudad que amo mucho y en los primeros borradores estaba muy presente, tanto que se me iba por ahí la novela. Ponía demasiado el acento en ella cuando en realidad las cosas importantes sucedían en Torrijos. Así que tuve que recortar y dejar unos elementos básicos, un esbozo nada más, para que aquellas personas, que no conocen Escocia, puedan entender qué es lo que siente el protagonista y comprendan porqué vive atraído por esa ciudad. Creo que Edimburgo y yo tenemos un libro pendiente.
La muerte de su padre trunca la vida de Juan Álvarez. Se ve obligado a regresar de Escocia y comprueba que, en su casa, las cosas permanecen como siempre, en el mismo sitio, todo igual, pero con más polvo. Has convertido el polvo en la unidad de medida del tiempo transcurrido. Si hubiera pensado qué define el tiempo a lo mejor no se me habría ocurrido esta imagen, pero lo cierto es que me encontré con una serie de reflexiones sobre el polvo, que me ha gustado mucho escribir. Simplemente me he dedicado a observar algo que tenía olvidado, algo que las personas conocemos bien, porque en todos los lugares hay polvo, tanto en las casas de los ricos como en las de los pobres. Quería que el polvo reflejase el paso del tiempo, la presencia y la ausencia de la madre y también la distancia que separa a los personajes entre sí, por ejemplo, a Juan y su padre.
La actitud de Juan Álvarez, tras su huida a Edimburgo, ha construido en mi mente la imagen de un barco acorazado, al que, sin embargo, la vida, inclemente, a través de su vuelta a Torrijos torpedea sin pausa hasta perforarlo por completo. Claro, es que en España justamente está todo lo que le llevó a escapar, su vínculo escondido. A su regreso, Fermín, el amigo de siempre, le dirá cosas que Juan no escucharía en Edimburgo, porque allí nadie le conoce. Él ha inaugurado una nueva vida en un lugar que para él es maravilloso y donde no hay problemas. Pero en Torrijos la gente que verdaderamente le quiere, le hará sufrir. Y son cosas que le dolerán, pero que al mismo tiempo harán que crezca. Esa experiencia la tenemos todos, porque a base de elogios uno no crece, cría un ego enorme, pero nada más.
Asistimos a un abrazo muy emotivo de la enfermera de cardiología con la madre de Juan Álvarez. Desde ese momento, el protagonista aprende a amarla gracias a la actitud que ve en los demás hacia ella. Sin duda, la figura de Guadalupe, la enfermera, es clave en la novela. Al principio, no le concedí tanta importancia como se ha revelado después en la interpretación que los lectores han hecho del libro. Es un punto de inflexión para el protagonista, porque ahí Juan descubre que no conoce a su madre, que es una persona que ha ido labrándose una serie de afectos, que él pensaba que solo podía encontrar en su familia y con sus hijos. De alguna manera eso hace que Juan cambie y encarrila la novela hacia el desenlace.
Al cardiólogo y también a los médicos en general, lo defines en la novela como «un sacerdote, el intérprete de un arcano, en todo caso, un ser venerable, sagrado». ¿Hoy en día continúa vigente esa visión de los médicos, especialmente entre personas mayores? Creo que, cuando las cosas vienen duras, cuando verdaderamente te las ves tiesas con una enfermedad, sigue siendo igual, y al tratar con un cirujano le dices «en sus manos estoy, confío plenamente en usted». Sin embargo, en la parte de la atención primaria tal vez les hemos perdido el respeto a los médicos y pensamos que, con teclear en Google los síntomas que padecemos, enseguida vamos a encontrar la respuesta. Y es un error. La profesión del médico requiere del contacto con el paciente, que vea como habla el enfermo, como respira, qué siente… Nuestros padres los veneraban y más en los pueblos, donde había como una estratificación social por categorías, definida por el alcalde, el cura, el sargento de la Guardia Civil y el médico, figuras arquetípicas que representaban el conocimiento y la autoridad. Ahora eso no es exactamente así, pero en general creo que seguimos confiando en los médicos, porque nos va la vida en ello y más ahora, con la pandemia.
Aparece otra cuestión muy interesante en la novela: en Escocia los cementerios se encuentran en el centro de las ciudades, en algunos casos asociados a las parroquias. En este país, sin embargo, los que seguimos vivos por ahora, sacamos a nuestros muertos fuera del casco urbano y los dejamos cuanto más lejos mejor. ¿A qué atribuyes tú esa diferencia de trato? Es una buena pregunta y no quiero trivializar la respuesta, pero creo que tiene que ver con nuestras coordenadas geográficas, situadas al Sur, y con nuestra forma de existir, mediterránea, donde parece que la vida se impone como algo torrencial y todo lo que no sea vida va al saco desechable. En el Norte tienen otra concepción del tránsito de la vida a la muerte. Ellos no pasan tanto tiempo en la calle practicando nuestra vitalidad y quizá ese momento lo tienen más naturalizado. Los enterramientos que cito en la novela partieron de la política de la reina Victoria, que, cuando los cementerios parroquiales se saturaron, construyó cementerios en el interior de las ciudades. Habilitó una serie de espacios con la idea de que fueran parques, donde la gente pudiera ir a ver a sus fallecidos y, al mismo tiempo, pasear por un lugar tranquilo e incluso hermoso. Nosotros, tal vez por nuestra tradición judeocristiana, eso no lo hemos hecho y, por lo menos en los pueblos, los cementerios siempre están aislados y se ven las tapias con los cipreses. Sin duda eso se debe a que la visión de los muertos nos incomoda más a los del Sur que a los del Norte.
Los padres guían a los hijos hacia la vida; los hijos guían a sus padres en el camino hacia la muerte. En un mundo completamente ideal sería así, pero luego cada uno ve la relación que tiene con su familia y las posibilidades que existen son infinitas. Hay personas a las que se les quitan las ganas de atender a sus padres, a causa de la existencia que han llevado con ellos y no hay una santificación de la vejez en ningún caso. Al menos, en la vida que me ha tocado en suerte, con unas relaciones normales como las que mantengo con mi familia, pues me siento impelido a cuidar a mis mayores, también con la esperanza de que nuestros hijos no nos dejen solos cuando los necesitemos. Es esa cadena que se repite eternamente.
Además de en las carreras de atletismo y en tus paseos junto al río por Edimburgo, ¿dónde está Jesús Carrasco en la narración? ¿Es ‘Llévame a casa’ tu novela más autobiográfica? Es bastante autobiográfica, no puedo negarlo… Bueno, mejor digamos que el material primario está muy próximo a mí. Mirando a mi alrededor, observo que las relaciones familiares que me envuelven están cerca en esta novela y también los lugares como Torrijos. Desde ese punto de vista, sí que resulta una obra muy cercana.
¿El hecho de haber pasado cinco años en Edimburgo te ha ayudado a reflexionar mejor sobre tu tierra? Sí, la distancia geográfica se convierte en distancia emocional y te permite ver las cosas con mayor frialdad, en parte debido a que una porción del tiempo se te va en interesarte por la actualidad del país donde vives y no te obsesionas por la política española. En este sentido, la atención se reparte y de alguna manera eso lo agradezco, porque me ayuda a entender mejor otras cosas.
|