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“Osvaldo Spoltore y el arte ofreciendo también un goce en la intelección”

"Si algo me influye no es tanto éste u otro poeta, sino conceptos sobre poética o los poemas donde estos afloran"
Rolando Revagliatti
viernes, 2 de julio de 2021, 09:54 h (CET)

Osvaldo Spoltore nació el 10 de agosto de 1956 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, República Argentina. Integró el consejo de redacción de la Revista “Tamaño Oficio”. Fue incluido en la antología “Mar azul. Cielo azul. Blanca Vela – Homenaje a Arturo Cuadrado” (Ediciones Botella al Mar, 1999). Junto a Jorge Montesano, Emmanuel Muleiro, Haidé Daiban y Julio Aranda integra el volumen colectivo de poesía “Memoria del olvido” (Ediciones Botella al Mar, 2000). Poemario publicado: “Punto de furia” (Ediciones Febra, 2004).


Osvaldo Spoltore 22   en La Habana, Cuba, 2011

¿Qué podría ser de interés a los efectos de ir conociéndote?


¿Qué puede ser de interés a nadie la vida de uno? ¿Qué puede haber de genuina novedad que el Otro, de una forma u otra, no haya vivido? No es falsa modestia. Obligan las circunstancias a tener una actitud honesta desde el principio y evitar la vergüenza de soltar una andanada de palabras que sólo alimentan el ego. Es que, aunque quien escriba, en su quehacer, se proponga aumentar las riquezas del mundo, mejor es que reconozca esto como un desafío, especialmente cuando escribe sobre su poca o mucha historia. Aun así, dejaré llevarme como al escribir un poema. Y ojalá que estas notas sean una extrañeza. Un recorte de un viaje errático hacia lo supuestamente conocido para que aparezca al menos alguna sorpresa.


Nací en el invierno, en una clínica del barrio de Belgrano. Me contaron que llegué al mundo en un parto difícil, esos en los que al bebé se lo forzaba a salir, usando los fórceps. En definitiva, arrojado —como cualquiera—al exterior desconocido, ése que está determinado por factores que no manejamos, pero que nos conforman, ya sea los antecedentes genéticos, la vida familiar, el contexto político, económico, social y cultural. Además, siempre aparecerá lo contingente. ¿Quién escapa del albur? Luego siguieron los años de la infancia: penumbras.


          Nada sorprendente, pero si se ve la perspectiva global, desde el origen así ha ido apareciendo la rica y abigarrada variedad de lo humano, aunque nadie sea un “humano en general”. Somos particulares dentro de una formidable complejidad. Pero no hay que dar por supuesto cómodamente, mientras ejercemos alguna actividad, en este caso la escritura, que nuestra peculiaridad aportará alguna novedad al mundo.


          Ernesto Sábato definió el compromiso de un escritor: “Ser testigo insobornable de la época que le toca vivir”. Cierta filosofía, ya no tan en boga, pero aún vigente, la que ha decretado la muerte del Hombre, afirmará que ese desafío es imposible de cumplir. Sobredeterminados, totalmente carentes de autonomía y libertad para tener experiencias auténticas —según ella—, como sufrientes de un estado de miserabilidad casi absoluta. Entonces, ¿cómo podría alguno ser testigo “real” de su época? Pero a mi juicio, ese desencanto es fruto de enormes exageraciones.


          Existe un abatimiento que ha embotado a muchos intelectuales cuando evalúan las barbaries sufridas desde la segunda década del Siglo XX. Hasta el principio de esa década se suponía, con un optimismo irracional, un progreso continuo y sin fin. Pero llegó la gran sorpresa delasdos grandes guerras, y de allí la desilusión. Y también la frase de Theodor Adorno: “Después de Auschwitz no se puede escribir poesía”, como si en La Historia, los colectivos humanos nunca hubieran perpetrado vilezas contra los cuerpos y conciencias de otros. Por lo que ya hubo mucho antes, millones que afrontaron graves sufrimientos y se pudo seguir escribiendoPoesía y haciendoArte.


Osvaldo Spoltore 9   en Playa de Sorrento, Italia, 2016

Tu infancia, entonces, tu adolescencia, y tu relación con la palabra.


Provengo de una familia de ascendientes todos italianos. Muy trabajadores, de economía media, alegres y vivaces. Ni progresistas ni conservadores. Algunos, peronistas de los suaves. Otros, antiperonistas consuetudinarios. Militante, apenas uno; un pariente lejano, radical. Católicos de comuniones y casamientos. Ningún cura, ninguna monja. Nada de ir a misa los domingos. Tampoco interesados en leer y mucho menos en escribir. Bibliotecas mínimas. Y a diferencia de lo que he visto en familias de otros orígenes, no recuerdo en las charlas familiares gran elocuencia de nadie. Creo que, como familia de italianos, trasladados a Argentina a fines del Siglo XIX, cambiar de lengua debió ser un problema. También eso pudo provocar la brecha entre padres europeos e hijos nacidos y criados en Buenos Aires, dado el severo ajuste cultural y lingüístico que debían sobrellevar.


          Como novedoso, recuerdo un regalo de cumpleaños de una tía abuela (maestra jubilada ya en los sesenta) que aún conservo: el grueso “Pequeño” Larousse Ilustrado con sus tres secciones: la primera, de índole general; la intermedia, con sus decenas de páginas rosadas de locuciones latinas traducidas, que me parecían pura hermosura; la última, dedicada a Historia, Geografía, Biografías, etc… Otro recuerdo de esta índole: la aparición sorpresiva en la casa de mis primas de una gran enciclopedia de muchostomos en inglés (creo que era la Collier), repleta deláminas maravillosas.

Pero si hubo pocos libros, mucho hubo demúsica. Cantábamos en grupo la música de nuestro país. Y con ella, pude tener el disfrute de la poesía. Quedó escrita en mi memoria la experiencia de escuchar, a mis tías y tíos abuelos, cantar: zambas, valses, tangos, tonadas cuyanas y otras melodías. Parientes directos de italianos, de las regiones de Abruzzo y Campobasso, amantes de la música local y que poco sabían de la lengua y nada de la música de su sangre.


Debo suponer que mi afecto por la poesía procede de ese origen. Mi padre cantaba tangos, y acompañado con la guitarra: zambas. Luego, cuando crecí, cantábamos a dos voces. Y hubo versos cantados en los labios de él, al cantar con su vocecita fina y elegante (parecida a la voz de Fiorentino, el vocalista de Aníbal Troilo), que debieron labrar mi alma de niño como si con un buril cincelara fulgores estéticos:

“Ilusorio jardín del recuerdo, / pobre página triste de ayer…”

“Perfuman el patio / guitarras y estrellas…”

“Partiré canturreando / mi poema más triste…”


          Y puede que fuera por eso que en cuarto grado (hoy, quinto), luego de terminar unas composiciones sobre “El afilador”, ése que andaba por las calles anunciándose con el silbido del caramillo (palabra que me sonó preciosa), que, en el aula, mientras el maestro revisaba las tareas, levantó la vista hacia mí, y dijo: “¡Qué lindo esto!” Era una frase mínima referida a las chispas que se sueltan al aire, desde la piedra, cuando el afilador pasa el metal de tijeras o cuchillos contra ella. Las había imaginado: “Chispas que sueñan en no apagarse nunca”.


          Además, por esos tiempos escuché en clase el poema “El grillo”, de Conrado Nalé Roxlo. Ni bien llegué a casa, una fuerza incontenible me llevó a querer hacer algo parecido. Llené hojas y hojas hasta que surgió algo que creí digno.


          Y aunque mi perfil se orientó a lo técnico, siempre me asombraron las enciclopedias y bibliotecas. Las visitaba, me hacía socio y pedía libros, pero con intereses diversos, sin ninguna preferencia, y me dispersaba. Un día, Fotografía. Otro, Astronomía, o lo que el bibliotecario recomendaba: alguna novela menor, porque suponía que me debía dar algo fácil para niños. Nada de la buena Literatura Universal. Probablemente no la hubiera entendido, pero tampoco entendía algunos libros que yo elegía.


Además, como cursé el colegio industrial, mis lecturas y hasta obsesiones estaban más bien referidas a Matemáticas, Mecánica, Hidráulica, Cálculo. Como a los quince años no podía captar el concepto de “derivada” o “integral”, pasaba horas completando cuadernos, hasta en las noches de verano, para tratar de inteligir por algún método, el porqué de esas operaciones que yo sabía resolver bien. Deseaba aprehender la idea detrás del Cálculo, que además era imprescindible para asimilar las materias que estudiaba. Pero en medio de tanta técnica prosaica, una excepción notable fue el impacto que tuve al leer en el libro de Castellano, la “Oda a la flor de Gnido”, de Garcilaso de la Vega, la cual intenté aprender de memoria.


Tambiénen mi adolescencia, se fueron “filtrando” con alguna frecuencia y disfrute, páginas de “El gaucho Martín Fierro”, “Don Quijote de la Mancha” y algunos cuentos de Edgar A. Poe. Además, le dedicaba tiempo a la lectura de La Biblia. En la casa de una tía querida encontré una,la tomé “prestada para siempre”, pero no pasaba de los primeros libros y algo de los Evangelios. Me emocionaban su historia, la vida y enseñanzas de Jesús, también la esperanza de algo trascendente. Esa fe la mantengo, y para mí esa convicción es tal como la de que mañana saldrá el sol. Eso derivó, pasando el tiempo, en un interés mayor y un estudio detallado que lleva años.


Aclaro que estas actividades siempre me ocuparon intensa y, diría, poéticamente. Y eso fue anterior a recibir influencias propiamente literarias. Creo que el quehacer artístico exige que se viva poéticamente. Sólo si ocurre así, se siente la extrañeza del mundo, antes de poderla expresar literariamente. Esa mirada inhabitual descubre auténticas novedades y cuando uno ya puede expresarlas, “el arte sucede”.


Estos hechos de mi infancia y adolescencia supongo que influyeron en mí. Ya en la adultez, elegí otras ocupaciones que me condujeron a formidables compromisos alejados de la literatura, pero la sensibilidad poética estuvo allí siempre latente.


“Influencias propiamente literarias”, anticipaste.


Se sabe y conozco personas que de muy jóvenes leen y escriben a diario por necesidad, no pueden dejar de hacerlo. Como en “Un artista del hambre”, de Franz Kafka, cuando el ayunador-artista confiesa —a quien lo alaba irónicamente— tener una vocación ineludible.

“─También quería que admirarais mi ayuno ─dijo el ayunador.

─También lo admiramos ─dijo el inspector con amabilidad.

─Pero no debéis admirarlo ─dijo el ayunador.

─Bueno, entonces no lo admiramos ─dijo el inspector─, pero, ¿por qué no íbamos a admirarlo?

─Porque estoy obligado a ayunar, no puedo hacer otra cosa ─dijo el ayunador.

─Pues mira qué bien, y ¿por qué no puedes hacer otra cosa? ─preguntó el inspector.

─Porque ─dijo el ayunador, levantó un poco la cabeza y habló con los labios ligeramente fruncidos, como para dar un beso, junto al oído del inspector, para que no se escapase nada, ─porque yo no he podido encontrar una comida que me guste. Si la hubiera encontrado, créeme, no habría tenido el más mínimo miramiento y me hubiera puesto morados como tú y todos.

Ésas fueron sus últimas palabras…”

          Ése no es mi caso.


Quizás mi obsesión se relaciona con experimentar la sorpresa del fruto de la indagación. Si leo, estudio o escribo y evalúo que el texto no derivará en una experiencia auténtica, no pierdo más tiempo en ello. Mi momento llega cuando me sorprende algo profundo y genuino. Y lo genuino para mí es lo que produce el silencio literario: la audacia del escritor que intenta decir lo que no se puede decir, o que al decir muestra algo no visto, y eso sucede al descubrir lo escondido entre líneas. Es verdad que esa lectura lleva más tiempo, y algunos lo conciben como una pérdida (la vida es corta, ¿no?), pero es que a mí no me apura el paso del tiempo.


Tengo el convencimiento de que la vida es para siempre, aunque sufra la ansiedad de lo fugaz, la falta de sentido de lo que nos rodea. Mi fe reconoce lo que dijo el apóstol Pablo: “La creación fue sujetada a futilidad, no de su propia voluntad, sino por aquel que la sujetó, sobre la base de la esperanza de que la creación misma también será libertada de la esclavitud a la corrupción y tendrá la gloriosa libertad de los hijos de Dios”. (Romanos 8:20, 21) 


Y en eso creo. Es parte de mi fe e incluso de mi escritura. Pero no escribo poesía comprometida con doctrinas, confesiones o ideología alguna. Si uno constriñe la escritura a mandatos o dogmas —aunque no sean reprobables— surge pura pedagogía o panfleto. En la creación literaria mejor que aparezca la imagen y la metáfora como sorpresas insólitas, eso que brota de un manantial íntimo y misterioso, eso que no controlamos y que alude, en silencio, a otras cosas.


          Un ejemplo. En una ocasión, almorzando en un señorial restaurante porteño, junto a Ana María, mi esposa, leí en el menú de postres, un nombre altisonante para ofrecer una simple fruta. Mi imaginación de un tirón soltó allí un poema con el mismo título de la carta. No recuerdo haberle corregido nada. Eso es evidencia —como ocurre en el caso de tantas personas— que en el hacer poético hay algo que no manejamos. Lo reconoce Atahualpa Yupanqui, en una canción:“Me gusta, de vez en cuando, / perderme en un bordoneo, / porque bordoneando veo, / que ni yo mismo me mando.


Permítanme copiar en esta entrevista, aquel poema nada “frutal”:

Gajos de pomelo pelado a vivo

El Caso:

la herejía de un pomelo

justificando la pomelez de la Tierra

ante un tribunal más filoso que cordero

repleto de sabiondos en

cómo poner a raya a cualquier pomelo

que piense por propio hollejo


La Sentencia:

esta vez, no habrá fuego

 pero que sea como en el infierno

“algo a vivo”

 (con matar nunca alcanza)


          De paso, te comento que intuyo que hay que alejarse de la ficción comprometida, pueril y prosaicamente con ideologías, para poder modestamente influir en la realidad. Y cito sobre este tema a Paul Valery, al decir: “Una sociedad asciende desde la brutalidad hasta el orden. (...) no hay poder capaz de fundar el orden por la sola represión de los cuerpos por los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias.” Y, yo agrego, no puede alcanzar fuerza ficticia la ficción (y obviamente incluyo a la poesía) que sólo informe y, como señaló Ricardo Pigliaen una conferencia, que no nos haga vivir la experiencia de leer que nos invite a una mejor percepción de la realidad, una mejor experiencia con el lenguaje.


Habrás concurrido a talleres literarios.


Sigo avanti… A mediados de los noventa quise dedicarme con seriedad a lo literario. Pero mi primer intento se dio en el ámbito de un Taller de Teatro donde me parecían fascinantes las consignas desestructurantes y la búsqueda de una representación genuina. Como se nos pedía que escribiéramos algo corto cada semana, sin muchas pretensiones, esa consigna me hizo ingresar ya de lleno al mundo del poema. En definitiva, me di cuenta de que yo deseaba escribir poemas. Así fue que dejé Teatro y empecé a concurrir a dos talleres literarios.Aunqueparticipé más en el de Lucila Févola [1942-2013], frecuentaba otro, el de Gabriela Yocco. Ambas poetas excelentes y muy dedicadas, artistas en todo el sentido de la palabra. A los pocos meses advertí una mejora notable en mis lecturas.


          Al principio —por ejemplo— me parecía una tontería si los versosse escribían todos en minúsculas o dejando grandes espacios entre palabras. Creía que era un capricho, cosa de tilingos. Pero al pasar el tiempo, era yo el que escribía así y no por imitación, sino por íntima necesidad. Hubo otros conceptos que capturé pronto, al menos mientras leía, e intenté asumirlos para que asomaran en mis textos. Entre tantos, lo que dice Octavio Paz en uno de sus ensayos: “El poeta no representa la silla, la crea.” Esta expresión la hice epígrafe del siguiente poema:

Sea la imagen

como el gatillo a punto de parir

como un ojo y su hombre

subiendo los médanos hasta la última cima

donde un instante de tanto océano

dispárale el mar


          En el taller de Lucila Févola, si uno se comprometía, empezaba pronto a crecer, junto a un grupo de poetas y amigos. Había mucho allí para influir bien, por lo que se enseñaba y por el ejemplo. La dinámica constaba principalmente en analizar detalladamente poemas significativos, algunos de poetas conocidos, otros no, muchos de los mismos talleristas. Cierta severidad, que no es fácil tolerar por mucho tiempo, nos dejaba sin aire cuando se encontraban lapsus o “errores” estéticos o de fondo, ya sea en la composición, en la forma o simplemente por una puntuación incorrecta, una palabra mal escrita o peor usada.


“Si uno se comprometía… nos dejaba sin aire.”


El compromiso del taller era debatir los textos sobre la base de profundos “principios” (no sé qué otro nombre utilizar) relacionados a poética. No sólo era cuestión de corregir obviedades, sino ajustarse a consignas que refieren a la lectura y escritura de excelencia. No es que lo lográramos, debo aclararlo, pues sería pedante y mentiroso afirmar lo contrario, pero sometidos a ese “masajeo” incesante y semanal, por años, si uno aguantaba, era casi imposible que no se encarnasen buenas cualidades de lectura y de escritura. Y en cada uno de forma distinta.


A veces eran únicamente opiniones. Pero la obligación de justificar o señalar la coherencia de la forma con el contenido o el de encontrar el centro del poema, sus logros estéticos, sus fuerzas, tonos, encontrar una palabra, versos enteros o estrofas que sobraban, deparaba en noches edificantes. No era cosa de aceptar algo por ser “bonito”. Tampoco había lugar para ir a leer sólo lo propio y desinteresarse en analizar lo que escribían los demás, ni la búsqueda del preciosismo o la grandilocuencia per se y menos si el contenido no contribuía con algo vital. Nada de hacer nuevos aportes a la confusión general.


En ocasiones, leíamos textos de otros géneros. En Dramaturgia, la gran crítica que la coordinadora le apuntaba a Samuel Beckett era tema de polémica: “¿Cómo podía ser que un artista —por más premio Nobel que fuese— expusiera obras donde se ensalzaba con constancia el sinsentido? Si nada tiene sentido, ¿por qué escribía? ¿Para qué fue a buscar el Nobel?” Estas incoherencias de vida (o supuestas incoherencias) se ponían sobre la mesa también al analizar el poema de cualquiera. Tallerista o no, si se detectaba que el poema destilaba un espíritu de victimización, un regodeo en lo destructivo o purosentimentalismo, Lucila lo señalaba, una y otra vez. Y eso lo acepté, pues el escapismo de ciertos escritores, ofrece sólo un falso remanso en sus textos, adornando este tembladeral planetario, y eso debe ser denunciado por cobardía y complicidad.


Por eso, si ni Beckett se salvaba, qué quedaba para algunos de nuestros poemas. No me animo a aplicarle a Beckett la contradicción comentada, es muy discutible, pero creo que el artista debe revisar por dónde andan sus bordoneos, recordando los versos de Yupanqui. No que no se pueda hacer una poética de la incoherencia o del absurdo, pero requiere tener autoconocimiento de la idea y forma que difunde, a riesgo, caso contrario, de fomentar en el aire —por más prestigioso que pueda parecer— un espíritu negativo que es sutilmente contagioso y perjudicial.


Osvaldo Spoltore 19   en República Dominicana, 2011

¿Y tus lecturas y quehaceres de aquel tiempo?


          De las lecturas de ese tiempo, quedé muy asombrado por ciertos poemas de los compañeros talleristas y de otros poetas, los consagrados. Destaco los de Francisco Madariaga, Horacio Castillo, Roberto Juarroz, Wallace Stevens y Borges… (siempre, Borges). En esa época, reformulé ciertas vivencias del pasado y organicé actividades culturales en programas de radio, cafés literarios y ciclos de conferencias. Armé una web literaria y una Hoja mensual. En 1997 inicié un ciclo que di en llamar “Poesía en el Tulgún”. Y esto merece una explicación. Siempre tuve mis vacaciones en ciudades de la costa bonaerense: Mar del Plata de niño, y luego en varias de las otras playas del Tuyú. Me asombraba esa franja de médanos, de unos tres kilómetros de ancho que va desde la costa marítima hasta el inicio del campo (¿o el fin de La Pampa?). ¿Por qué era así? ¿Cómo se formó? ¿Por qué era todo tan distinto acercándose a Mar del Plata?


Había leído en el libro “Un viaje al país de los araucanos”, de Estanislao S. Zeballos, que los pampas (tehuelches-araucanos), nombraban los anchos territorios de nuestra pampa con voces propias, como Carhué o Chivilcoy. Y a esa franja blanda que se acercaba al mar, por sus pantanos y zonas flojas, la llamaron con una palabra impronunciable para nosotros, algo así como “Chulgrun”, que significa: pisar fofo. Al nombrarla en castellano, los conquistadores escribieron: Tulgún. Ese territorio común, en donde ellos y nosotros vivimos, el cual compartimos, aunque en diferentes épocas, me pareció un tema muy íntimo y humano, algo que nos hermanaba, reconociendo la distancia étnica que nos separa y la ignominia política que condujo a la violencia que sufrieron.


No creo en los rótulos, en las etiquetas. Digo que, aunque me han documentado dentro de una nación, ésa no es mi esencia. Somos de la misma sangre, con ellos y con todos, y aunque no puedo ni deseo escapar del lugar a donde fui arrojado, ni de las costumbres y preferencias, es dignificante sentirse cerca de todos los otros. En este caso, de quienes se asentaron antes en estas mismas tierras, de vastedades infinitas con la plenitud del río, la llaneza interminable del campo, la inmensidad del cielo, tres metáforas de infinito que en pocas partes del planeta se gozan y se sufren juntas. Este sentimiento tan solamente nuestro, lo desarrolla Juan José Saer, en su libro “El río sin orillas”.


Y fui más allá. Metaforicé esta franja del Tulgún, costura modesta, como el lugar de reunión de tres infinitos: la pampa, el cielo y el mar. Y como si no alcanzara, en ese espacio de unión, situé lo humano como el infinito número cuatro, siendo nosotros, que ocupamos un “cuarto infinito”, imagen de la infinitud que anhelamos desde nuestro interior. Una sed que nos eleva y nos constituye desde un espacio mínimo para intentar rozar moradas extraordinarias y conjeturales, que quizás nunca se alcancen (seguramente para nuestro provecho).


¿Y qué (más) decir de tus influencias?


¿Acerca de mis influencias? Todas las que me fomentaron a tener la emergencia de corroborar que el poema que leo o escribo debe tener poesía. Que sea una “aparición” en el papel, no información o anécdota. Algo que conmueva por su expresión estética, pero que cobije también riqueza humana.La obra literaria debe refrescarnos el interior con una trabajada cosmovisión, ya que hay goce en la pura contemplación, en el sentimiento que se deriva de ella, pero desde hace más de un siglo, en un número muy creciente, el arte ofrece también el goce de lo conceptual.


Esa indagación se da mayormente en la Plástica que se ve en Galerías y Bienales, hasta llegar a extremos notables. También lo es en Teatro. Pero en poesía —comparando— considero que hubo menos audacia, pues pareciera que estamos encerrados en cierto conservadurismo: la de servirse de la palabra hecha. Algunos hay que hacen vanguardia, en escritura, pero son pocos. En otros géneros se ha establecido el alejamiento de las formas tradicionales y así tenemos —entre tantos ejemplos— la música dodecafónica y minimalista, el arte conceptual o el abstracto como estilos comunes. Pero en literatura, reitero, aunque un Stéphane Mallarmé [1842-1898] ya era vanguardia antes de Pablo Picasso [1881-1973] y otros, no ha habido un sostenido quehacer rupturista. Se nota que no toleramos igual el quiebre de la lengua, como en las otras arterias del Arte.


Quizás sea exagerado aquí, pero opino que en Arte con mayúsculas las influencias no existen, lo que no significa que no haya corrientes, más o menos fijas, o no se admire la poética de otros o que éstas no sean fuente de inspiración. Es que, si uno está muy influido por alguien, terminará imitándolo, en temas, símbolos y forma.


En el mundo de la música eso sería imposible de mantener. Especialmente entre los cantantes: su arte es crear una interpretación, y si no pueden, lo “mejor” que harán es imitar la voz de otro, y por más bien que lo hagan, es inviable, hasta repulsivo. Hay un Carlos Gardel, no puede haber dos. Por eso, cada artista auténtico es único e irrepetible, ya que el artista-público-lector-artista no tolera imitaciones.


A veces, el camino es totalmente inverso: cuando uno lee al otro y ya creció en capacidad de lectura, automáticamente intenta corregir, reescribir. Uno se planta en ¿cómo lo hubiera escrito yo? Es algo inconsciente. No importa si el otro es famoso, consagrado o no.


          Estas exigencias que comento, me llevan a retrasar la edición de tres poemarios que no hace mucho reuní en uno, bajo el título “Fiesta mayor”. No es un ejemplo a seguir, pero es mi camino: pensar la obra como un conjunto, no sólo alcanzar lo correcto, sin decir nada o reiterar lo que se dijo antes o se dice siempre de la misma forma.


          Resumiendo: si algo me influye no es tanto éste u otro poeta, sino conceptos sobre poética o los poemas donde estos afloran. Me parece muy a tono y vigente con lo dicho, lo que escribió Liliana Heker, en la mítica revista “El Escarabajo de Oro”, nº 2, en la década del sesenta, sobre lo que le exige al poeta su oficio: “En un mundo que lo está necesitando todo de todos, la poesía, como cualquier otro género artístico, no tiene razón de ser en la medida en que responde a vitales exigencias. Por eso, sólo puede hablarse de poesía cuando un juego de imágenes, un ritmo, un hallazgo de lenguaje se confabulan para hacernos vivir de una manera nueva, más intensa, mejor lograda, el apremio humano, en ninguna forma obviable.” 


*Entrevista realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Osvaldo Spoltore y Rolando Revagliatti.

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