César Bisso nació el 8 de junio de 1952 en Santa Fe, capital de la provincia homónima, República Argentina, y reside en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Es Licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires, donde se desempeña desde 1993 como Profesor de Sociología Política en la Facultad de Ciencias Sociales de la citada universidad.
Además de recibir la Faja de Honor de la Asociación Santafesina de Escritores, obtuvo, entre otros, en el género poesía, el Premio Regional “José Cibils” y el Premio Provincial “José Pedroni”. Participó en festivales y cónclaves en su país y en el extranjero (Nicaragua, Perú, Chile, Cuba, Uruguay, Venezuela, España). Fue incluido en el volumen colectivo “Poemas del taller” (1975), así como en antologías nacionales e internacionales: “Antología de la poesía argentina” (Tomo III, con selección de Raúl Gustavo Aguirre), “Poetas argentinos de hoy” (con selección de Julio Bepré y Adalberto Polti), “Poetas argentinos contemporáneos” (con selección de Nina Thürler), “Entre la utopía y el compromiso” (con selección de Antonio Aliberti y Amadeo Gravino), “Canto a un prisionero. Homenaje a los presos políticos en Turquía” (con selección de Elías Letelier, Montreal, Canadá), “Poesía Latinoamericana. Argentina-Venezuela” (con selección de Guillermo Ibáñez y Reynaldo Uribe), etc.
En carácter de antólogo es el responsable, junto a Graciela Zanini, de “9 de 9”. Como sociólogo participó del volumen colectivo “Discutir el presente, imaginar el futuro. La problemática del mundo actual.” En el género ensayo se editó en 2014 “Cabeza de Medusa”. Publicó los poemarios “La agonía del silencio” (1976), “El límite de los días” (1986), “El otro río” (1990), “A pesar de nosotros” (1991), “Contramuros” (1996), “Isla adentro” (1999), “De lluvias y regresos” (2004), “Permanencia” (2009) y “Un niño en la orilla” (2016). En 2005 fue publicada la antología de su obra poética “Las trazas del agua” (Universidad Nacional del Litoral) y la selección de poemas editados e inéditos “Coronda” (Editorial Arquitrave, Bogotá, Colombia).
Nacido en la ciudad de Santa Fe, pero… …a las pocas horas ya estaba disfrutando de los aires de Coronda, ciudad de residencia de mis padres y hermanas. Por tal motivo me defino como un corondino auténtico: allí transcurre mi infancia, hasta diciembre de 1962. Y hasta el día de hoy regreso asiduamente a mi terruño, donde perduran los amigos y las emociones.
¿Cuándo comenzó tu relación con la escritura? Según contaba mi madre, en la escuela primaria siempre elegían mis redacciones para la celebración de los acontecimientos patrios, pero no tengo mucho registro de ello. Sí recuerdo que me gustaba leer y sabía visitar la biblioteca de la escuela para buscar libros y revistas de aventuras.
A mis diez años de edad, mis padres eligieron otra ciudad para vivir y desde mi entrañable Coronda partimos hacia Santo Tomé, una población a orillas del río Salado, pegada a la capital santafesina. Y allí comencé a desarrollar mi adolescencia, acompañado de mis hermanas mayores que trabajan en Plaza y Janés, una sucursal santafesina de la antigua editorial española. Solían traer libros a casa y yo trataba de leerlos como pudiera, sobre todo novelas épicas y románticas, que eran las favoritas de la familia.
Así llegué a la escuela secundaria en el prestigioso Colegio Industrial de Santa Fe, en 1964. Ese año fue muy raro, porque el colegio dependía de la Universidad Nacional del Litoral y los docentes se dedicaron la mayor parte del calendario escolar a realizar paros al gobierno del doctor Arturo Umberto Illia. Nunca terminamos de acomodarnos como alumnos y pasamos de curso a duras penas. Recién al año siguiente arrancamos con más energía y durante ese ciclo sucedió algo inesperado: nuestra profesora de Literatura, Delia Travadello, de reconocida trayectoria como investigadora literaria, me propuso que vaya a reportear junto a Felipe Oliva, un compañero de curso, a un célebre escritor porteño que había llegado a Santa Fe a dar una conferencia. Obviamente que esta señora preparó el cuestionario a los precoces periodistas y partimos rumbo a “Los Dos Chinos”, tradicional confitería del centro. Quien nos esperaba allí era nada menos que Jorge Luis Borges, acompañado de un presbítero que lo había invitado y hacía de anfitrión, por entonces Jorge Bergoglio a secas.
Poco recuerdo de aquella entrevista, pero sí tengo presente la respuesta de Borges a una de nuestras preguntas: “Señor, ¿qué hay que tener en cuenta al momento de escribir?” Y Borges respondió algo así: “Tratar siempre con sobriedad el lenguaje. Por ejemplo, decir que el sol es luminoso, pero nunca indecible”. Esa frase me quedó registrada para siempre. Y muy pocas veces la conté a esta anécdota. Hoy, con el tiempo, quizás tenga algo más de color (para el gran público), lo que sería el encuentro entre un estudiante adolescente, el escritor mayor del país y el futuro Papa de la iglesia católica. Para mí, lo esencial sigue siendo internalizar que la sobriedad siempre debe estar presente al momento de escribir.
¿Y después? Llegó uno de los momentos más tristes de mi vida. En 1966, mi hermana Graciela falleció de leucemia a los veintiún años de edad. Su muerte me despertó una terrible angustia y la única manera de consolarme era escribiendo. Y así, desde el dolor, nacieron los primeros esbozos de poemas, tal vez porque ella fue quien más me alentó a acercarme a la lectura y a la escritura. Se había recibido recién de maestra y si bien nunca llegó a ejercer, siempre estuvo alentándome. Aún la extraño. Un ser pleno de amor, al igual que mi otra hermana mayor, Ana María, quien se dedicó a cuidarme y mimarme como una segunda madre.
Pero la vida continúa y en ese año trágico suspendí mis estudios para retomarlos al siguiente. Y en 1969, ya en cuarto del colegio industrial, me encontré con una profesora de Literatura Americana, quien nos hizo conocer tres poetas esenciales: Walt Whitman, César Vallejo y Pablo Neruda. Con ellos y con Borges me lancé al río tumultuoso de la poesía y nunca más dejé de nadar, aun sabiendo que cada brazada te lleva más a la deriva de lo desconocido. Incluso aquella profesora me incentivó para que fuera a un taller literario. Tanto me gustó aquel descubrimiento de poetas y palabras que mis estudios comenzaron a flaquear y a fin de año, con notas bajas y desesperanzado, les comenté a mis padres que quería estudiar otra cosa, afín al mundo de las letras. Mi madre fue tajante: sos ingeniero o te meto en el colegio militar. Mi padre se quedó callado, como adivinando el futuro de su hijo. Y en marzo de 1970 estaba parado frente al Colegio de Oficiales de Campo de Mayo. Por suerte, gracias a mi desagrado, fueron sólo dos meses, porque rendí mal los exámenes de ingreso y debí retornar a Santo Tomé.
Entonces me acerqué al taller literario de la Asociación Santafesina de Escritores, que coordinaban Edgardo Pesante y Miguel Ángel Zanelli, dos talentosos docentes. Y a mitad de año reinicié los estudios en el Colegio Nacional para recibirme de bachiller. A fines de 1970 aparece publicado mi primer poema en el suplemento literario del diario “El Litoral”. Fue entonces que mi madre aceptó mi incierto destino de escritor y se olvidó del ingeniero y del militar. En 1973 seguí concurriendo al taller, a la par que realizaba el curso de guardavidas, porque ese verano había conseguido el puesto de bañero en el balneario del pueblo.
Pero en abril me fui a la colimba (me tocó Marina, con destino en el Aeropuerto de Ezeiza, en la base de Aviación Naval). Y como ese año obtuve el Premio Regional “José Cibils” para poetas jóvenes, el Comandante de la Base se interesó en mis condiciones de escritura y me consiguió una especie de corresponsalía en Ezeiza de la “Gaceta Marinera”, el diario de la Armada Argentina. Publiqué notas de viaje y poemas, porque nuestra función era recorrer por el aire los destinos australes del país. Fue una experiencia muy linda conocer aquella Ushuaia de far west, aquel Río Grande ventoso e inhóspito y tantos otros bellos lugares donde aterrizaba el DC 4. Fue una colimba mágica, porque me trataron muy bien y podía viajar a mis pagos todas las veces que me lo proponía. Tanto que, en 1974, mientras seguía bajo bandera, me inscribí en el Instituto del Profesorado con sede en Coronda, para comenzar mi carrera de Letras.
Pero antes sucedió otro hecho notable: haciendo dedo en la Avenida General Paz para llegar a Ezeiza, me alcanzó en su auto un señor con el cuál comenzamos una charla insólita, porque cuando me preguntó a qué me iba a dedicar cuando saliera de la conscripción, le dije “a escribir”. Se sonrió y me respondió: “Muy buena idea, mi cuñado es escritor y sería bueno que lo conocieras”. Y me dio una tarjeta que decía: Raúl Gustavo Aguirre, director de la Biblioteca de la Caja Nacional de Ahorro y Seguros. A la semana siguiente estaba frente a quien se convertiría en un verdadero faro literario.
A partir de entonces frecuenté la Biblioteca. Aguirre, siempre atento y gentil, dispuesto a aconsejarme alguna lectura o presentarme a otros poetas, como al genial Edgar Bayley, quien también trabajaba en dicha biblioteca, y con el que sólo pude cruzarme aquella única vez. Todo lo que decía Aguirre era almacenado en mi memoria: nombres de poetas y poemas de cualquier registro; reflexiones y conjeturas acerca de la poesía y la vida.
Pero la colimba terminó y a principios de junio ya estaba de vuelta, dispuesto a proseguir los estudios, trabajar y continuar mi noviazgo con Analía, la mujer que hasta el día de hoy sigue a mi lado. Lo primero que hice fue acudir a los consejos de Francisco Mian, un distinguido profesor de literatura y crítico literario santafesino. Quería profundizar mis conocimientos acerca de la poesía y él era la persona indicada para orientarme. Por eso decidí estudiar Letras y aquel regreso a mi ciudad natal me trasladó a la infancia y al reencuentro con los primeros amigos de la vida, como así también al reconocimiento del paisaje y del hábitat de un pueblo con el que siempre me sentí identificado y gozoso de pertenecer.
1974. Así que Aguirre, de pleno, y Bayley, de refilón. Así es, sobre todo Aguirre, porque Bayley sólo fueron los segundos que duró un saludo. Con el tiempo registré la dimensión de aquel fugaz encuentro. Pero en 1974 también se produjo otro hecho trascendente en mi vida. En el mes de septiembre, un poeta que integraba el grupo Tupambaé me invitó a viajar a la ciudad de Paraná a visitar al maestro Juan L. Ortiz. Confieso que aquella invitación me sorprendió, porque poco conocía del poeta entrerriano, pero Horacio Rossi —el poeta en cuestión— ya había viajado varias veces. Así que cruzamos con la balsa del otro lado del río Paraná y nos fuimos a la casa de Juanele, donde la calle Buenos Aires culmina en la alta barranca frente al río.
Allí vi por primera y única vez a ese hombre alto, flaco, silencioso, rodeado de incienso y de gatos: sentado en el patio, sobre un sillón, con su pipa de bambú, su pelo blanco y revuelto, su ropa y alpargatas andrajosas. Desde ese lugar gozaba la vida Juanele. La contemplación sobre el río padre, el pequeño islote y más allá la gran isla Curupí. Ya tenía 78 años y se lo veía complacido, relajado, inmerso en el ritmo de los poemas. Poco supe decir esa tarde, porque había varios visitantes de distintos rincones del país. Y Horacio, un ser locuaz y muy agradable —que ya nos abandonó, lamentablemente [1953-2008]— era quien más preguntaba y repetía versos de memoria. Nuestro poeta mayor sólo miraba, a veces sonreía y de pronto disparaba desde su voz pequeña algún breve comentario. También le dejé, con mucha vergüenza, un cuadernillo con algunos de mis primeros poemas. Nunca sé si alcanzó a leerlos, espero que los haya omitido, aunque me hubiese gustado una mínima opinión.
En verdad, la poesía me había atrapado. Fue así que al poco tiempo (1975) organicé el primer encuentro de escritores amigos de Coronda (entre otros convocados: Leopoldo Chizzini Melo, José Francisco Cagnín, Amalia Aldao, Alfonso Acosta y Sara Zapara Valeije), que aún desperdigados por el interior del país acudieron a la cita. No olvidemos que mi pueblo cobijó a Alfonsina Storni, quien se recibió de maestra en la prestigiosa Escuela Normal, que tenía como maestro de música a Zenón Ramírez, el padre de Ariel, el autor de la “Misa Criolla”.
Tras aquel encuentro de escritores apareció un volumen colectivo con poemas y cuentos de ocho integrantes del taller literario de la ASDE. Aquella publicación resultó la motivación más notoria para sentirme cerca de mi sueño de poeta. Fue la prueba cabal de que algo raro había hecho con un montón de palabras y que la sociedad literaria lo aceptaba. “Para Bisso llegó el momento de soltar amarras”,sentenció el escritor Carlos Roberto Román, en una crítica del libro que realizó para el “Nuevo Diario” de Santa Fe.
Pero en 1976 llegó la dictadura militar y se acabó la carrera del profesorado, por razones obvias. Como ya estaba en imprenta mi primer poemario de autor, “La agonía del silencio”, faltaba saber qué pasaría con él, porque incluía poemas celebratorios dedicados a Pablo Neruda, a Salvador Allende y a Raúl González Tuñón. El reconocimiento más importante que tuve en ese momento fue el comentario que hizo en el diario “El Litoral”, el escritor Lermo Rafael Balbi, cuando el libro fue presentado en público.
Saber que una de las mayores voces de la literatura nacional me alentaba a seguir adelante significaba un gran aliciente para mí: “Bisso es un poeta que recoge mucho del estímulo de la naturaleza para desembocar en maduras reflexiones filosóficas que no son, sin embargo, austeras disquisiciones filosóficas... Ella (la naturaleza) le hace decir cosas que tiene conexión inmediata con su medida humana, su estadio terrenal, su interrogante íntimo”. Aunque también recibí la otra noticia: me llamó el secretario de Información Pública de la Provincia, quien me conocía bien, porque además era gerente de noticias de Radio LT 9, donde yo colaboraba como libretista. Me recomendó, con sutileza, que no hiciera mucho ruido con ese libro. Comprendí la situación y acaté el consejo.
Entonces nacieron los años de soledad, donde decidimos con Analía contraer matrimonio y refugiarnos en el trabajo de cada uno (ella en una empresa constructora y yo en una editorial y librería santafesina, además de escribir libretos radiales). Aquella oscuridad se contrapuso con la iluminación de la lectura, porque en ese lugar de trabajo pude leer todo lo que llegaba a mis manos y también conformar en mi casa una amplia biblioteca, accediendo a libros de poetas y narradores de todos los rincones del mundo.
¿Mantenías, Cesar, correspondencia con escritores? Entre 1975 y 1977 establecí un animado diálogo epistolar con José Francisco Cagnín, radicado en Villa Ballester y director del Museo Ceferino Carnacini, quien fuera un pintor nacido en el barrio porteño de La Boca y fallecido en 1964 en la mencionada ciudad del Conurbano. Cagnín, más allá de haber vivido en Coronda y transformarse en el escritor del pueblo a través de su libro “Caramelos de naranja”, con narraciones, leyendas, anécdotas y poemas sobre célebres personajes lugareños, fue muy buen amigo de Raúl González Tuñón. En sus cartas me contaba aspectos de esa relación amical, como así también expresaba los consejos que un escritor de experiencia podía ofrecer a un novel poeta.
Precisamente al museo Carnacini llegamos en la primavera de 1978 con Lermo Rafael Balbi, Susana Valenti y Julio Luis Gómez, para dar a conocer nuestra poesía. El salón estaba repleto, porque Cagnín, que era un notable relacionista público, había invitado a media ciudad. Nosotros, acostumbrados a leer para veinte o treinta personas, no lo podíamos creer…
Otra animada relación epistolar mantuve con el maravilloso Mario Vecchioli, poeta de la gesta gringa, quien radicado en Rafaela se transformó en un maestro a distancia hasta que una enfermedad lo fue alejando hasta su muerte, acaecida en 1978. También con Federico Peltzer, el autor de la novela “La razón del topo”, quien me escribía desde su entrañable Adrogué. Y con una joven de Quilmes, en su primera etapa literaria, la que muchos años después alcanzó reconocimiento como periodista y escritora. Me refiero a Sandra Russo, una mujer admirable.
Te desempeñaste como periodista deportivo. Desde 1977 a 1981: un oficio que pude disfrutar y al que siempre quiero volver. Fui el redactor oficial de la revista “Unión de Santa Fe”, una gran institución social y deportiva que tenía su equipo compitiendo en la primera división del fútbol argentino, y que en esos años realizó excelentes campañas profesionales, obteniendo el subcampeonato nacional de 1979. Fue una impresionante aventura recorrer el país y conocer a los jugadores más famosos, como Diego Armando Maradona (a quien le hice un largo reportaje para un diario santafesino), y casi todos los estadios.
En esa época prácticamente me olvidé de la poesía, ya que vivía atento a los acontecimientos deportivos. También seguí con mis tareas de libretista en LT 9, radio Brigadier López y en LT 10, radio Universidad. Me gustaban ambos oficios, pero representaban poco dinero, entonces fundé un periódico en Santo Tomé, que se llamó “La Voz” y salió a la calle en abril de 1980. Aventura a la que me lancé junto a otros amigos que ejercían el periodismo a pura voluntad. Y como libretista de ambas radios fui alimentando el arte de escribir, porque había que preparar glosas todos los días para diferentes programas y los temas había que buscarlos en la realidad cotidiana, en la historia, en la vida de personajes célebres, en anécdotas de cualquier naturaleza, en el paisaje, en los acontecimientos sociales, culturales, políticos, deportivos. Y también había que llenar el periódico de noticias. Todo un desafío.
Pero lo más emocionante ocurría en los meses de febrero de esos años, cuando se desarrollaba el famoso maratón acuático Santa Fe-Coronda, que representa casi sesenta kilómetros de recorrido, donde los mejores nadadores y nadadoras del mundo se arrojan a las aguas y tras ocho horas o más de brazadas sin pausa llegan a la meta. Una competencia extraordinaria, que hasta el día de hoy se sigue realizando.
Yo me subía al yate de una de las radios y con mi máquina de escribir construía semblanzas al paso de la carrera por cada paraje que asomaba a orillas del río. Y el relator las leía con ese espíritu pasional que tienen los periodistas deportivos, porque ese maratón se transmite como un partido de fútbol que dura más de diez horas; realmente increíble cómo disfruta la gente ese día domingo. Pocos argentinos saben que es la gesta de aguas abiertas más bella del mundo. En ella no hay mares fríos, olas picantes, vientos adversos, sólo el río manso y el vértigo del verde que invade las orillas, sólo la solemnidad de islas imperturbables, sólo la brisa estival de cada febrero. Y cientos de canoas raudas que acompañan a los briosos competidores, adornadas de estandartes de diversos colores: rojo y negro; blanco y rojo (los colores que representan a los dos clubes santafesinos); celeste y blanco nacional; azul, blanco y rojo de la provincia invencible… Y el nadador que va en busca de la gloria, rodeado del bullicio de las cumbias y chamamés que suenan desde las embarcaciones, al compás de cada brazada. Y yo, acompañándolo desde la escritura, imaginando ese esfuerzo inconmensurable, como quien busca un tesoro en el río dorado.
Periodismo, pero supongo que manteniendo vínculos con escritores. Continué mi diálogo epistolar con Raúl Gustavo Aguirre, quien a fines de los setenta ya había culminado los tres tomos de la “Antología de la poesía argentina”, de Ediciones Fausto. Incluyó dos poemas míos, no lo podía creer. Y tiempo más tarde acepté una invitación del Instituto Hispanoamericano de Cultura para leer en Buenos Aires, junto a otros poetas santafesinos. Aguirre ofició de presentador, ya que estaba entusiasmado en dar a conocer la poesía del país profundo.
Aquella noche, con su habitual modestia, negó diferencias entre la literatura capitalina y la del interior, enfatizando que “la auténtica poesía, por caminos misteriosos, de alguna manera ayuda a que el mundo sea más habitable, la vida más valiosa y el hombre más humano”. Gesto noble de un hombre que supo orientar literariamente a muchos jóvenes de mi generación. Aquella delegación de escritores, si mal no recuerdo, fue a fines del ‘81; la integré junto a Juan Manuel Inchauspe, César Actis Brú, Arturo Lomello y Julio Luis Gómez. Y seguí escribiendo, aunque sólo publiqué algunos poemas en suplementos literarios y revistas.
En ese viaje a Buenos Aires me relacioné con José Carlos Gallardo, un poeta español radicado en Buenos Aires. Lo evoco con su barba roja y su capa negra, seduciendo con su verborragia andaluza. Aquel granadino estaba a cargo del Aula “Antonio Machado” de la Embajada de España, y desde allá impulsaba encuentros, lecturas, diálogos y cursos con poetas porteños y del interior. Un trabajo encomiable.
Y otro amigo que cultivé en ese viaje fue Rubén Vela, reconocido escritor santafesino que fue presidente de la Sociedad Argentina de Escritores y quien también impulsó aquel convite. Establecimos un vínculo que dura hasta hoy. Él se transformó en mi segundo padrino, o, mejor dicho, en un faro del mundo de las letras. Siempre ha estado aconsejándome e invitándome a las reuniones de escritores que organizaba en su departamento, sobre todo en la época que vine a vivir a Buenos Aires y él se jubilaba en Cancillería como embajador.
Mi vida de periodista se amplió aún más, porque el 1º de abril de 1982 salió a las calles santafesinas el diario “El Federal”, y allí fui como jefe de Interiores, a cargo de noticias provenientes de toda la provincia. Pero al otro día, el 2 de abril, estalló la guerra de Malvinas y pasamos a tener una actividad inesperada. Ese momento se vivió con un frenesí especial, trabajábamos prácticamente todo el día, nadie pensaba en horas extras, sólo cubrir los avatares de la guerra con la poca información que llegaba. Así que empezamos a buscar familiares de soldados de la región para hacer notas emotivas, viajes a Reconquista y Paraná, donde se encontraban las bases aéreas de los emblemáticos aviones Pucará, para entrevistar pilotos que salían hacia el lejano sur.
A mitad de la guerra, una compañera y yo nos ofrecimos como corresponsales, porque queríamos estar lo más cerca posible de las islas, incluso llegar hasta allá. Pero no pudimos acceder a esa posibilidad, a pesar de nuestro entusiasmo y nuestro exceso de utopía,que tenía que ver más con la inconciencia que con el coraje. La dirección del diario nos convenció de que era una verdadera locura. Y nos quedamos vacíos y angustiados, aún más cuando comenzaron a llegar al aeropuerto local los aviones que traían los primeros ataúdes con los cuerpos de nuestros soldados ultimados. Todo se transformó en zozobra, bronca, impotencia. En fin, el triste legado de una guerra absurda.
Fue en septiembre de aquel año cuando conocí en Santa Fe, en la casa de un amigo, a un hombre muy especial, pocos meses antes de su muerte. Aún conservo vívida aquella tarde, tomando mate con nosotros, analizando el fin de la guerra y el futuro incierto del país. Sus palabras sonaban justas y cada pensamiento era un aliciente para mí. Ese hombre sabio, ya anciano, había llegado por la mañana, solo y en micro, desde la ciudad de Córdoba y al otro día regresaba de la misma manera, sin rendir cuentas a nadie. Ese hombre me permitió creer en la democracia que aún desconocía y en un país posible, lejos de todo tipo de autoritarismo. Se llamaba Arturo Umberto Illia, el mismo que vapuleaban con huelgas interminables en los años que fue presidente de los argentinos, y entonces yo ingresaba al colegio secundario y como cualquier adolescente que no entendía mucho lo que sucedía, sólo disfrutaba del hecho de no ir a clase. Lo increíble es que Illia muere el mismo día que fallece Raúl Gustavo Aguirre: 18 de enero de 1983. Dos golpes duros: uno, por tardío respeto; el otro, por lejana y hermosa amistad.
*Entrevista realizada a César Bisso, a través del correo electrónico, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, por Rolando Revagliatti.
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