El desafío separatista catalán es una enfermedad recurrente que nuevamente
cobró fuerza al incluir el término “nacionalidades” en la Constitución del 78, se
ha venido desarrollando durante 37 años sin que quien podría haberlo hecho
frenara su crecimiento y por fin comenzó a manifestarse con toda su virulencia,
cuando ese gran hombre de Estado que es Zapatero, hizo –sin que nadie se lo
pidiera— una de sus promesas más sonadas, en torno a Cataluña: "Apoyaré la
reforma del Estatuto de Cataluña que apruebe el Parlamento de Cataluña".
No obstante, seríamos injustos si pretendiésemos que Zapatero cargase con
toda la responsabilidad. Todos los gobiernos, tanto los de izquierda como los
de derecha, se han puesto de rodillas ante los nacionalistas suplicando su
apoyo cuando lo han precisado. Naturalmente este apoyo siempre ha tenido un
precio. Lo que pasa es que hay precios que son absolutamente escandalosos.
Porque el apoyo por parte de los nacionalistas, no solo se otorgaba a cambio
de más dinero, que es tanto como decir más poder, sino de mirar hacia otro
lado ante todo lo que ha supuesto el proceso de la progresiva desmembración
de Cataluña, del resto de España.
Ahora —a buenas horas mangas verdes— cuando ya empiezan a ver las
orejas al lobo, las organizaciones empresariales catalanas y las entidades
financieras, se manifiestan públicamente en contra la independencia ilegal de
Cataluña. Por cierto, atruena el clamoroso silencio de las organizaciones
sindicales ante la huida de empresas que del territorio catalán se está
produciendo, con el consiguiente perjuicio para los trabajadores de la región.
Y porque me produce bochorno y vergüenza, no quiero referirme al indecente
manifiesto que han firmado 25 ex ministros de la democracia española, en el
que tras un texto de rechazo a la separación unilateral de Cataluña –idea que
firmaríamos todos— nos cuelan la necesidad de una reforma de la
Constitución, en la que se reconozcan las singularidades de Cataluña y así, los
que siempre han sido partidarios —expresa o encubiertamente— de la
independencia, puedan convivir cómodamente con España.
Ahora todos piden prudencia y responsabilidad para afrontar un diálogo. Pero
diálogo ¿Para qué? ¿Para consagrar la España de la desigualdad? ¿Para
institucionalizar la España de los privilegios y la de los olvidos seculares?
Cuando se habla de los derechos históricos de Cataluña, nadie explica cuales
son y qué es lo que les hace superiores a los del resto de España, como para
que les hagan acreedores a los privilegios a los que aspiran. Digo yo, que
cómo no se trate de la política proteccionista que para sus empresas, el Estado
español —al que tanto detestan— ha puesto tradicionalmente en práctica,
incluso durante la dictadura.
Pero, de momento, no hay porqué preocuparse en cuanto al riesgo de que
proclamen la independencia. La independencia es simplemente la espada de
Damocles con la que chantajean al Estado para seguir obteniendo privilegios
de los que no disfrutamos los demás. Todo el proceso que hemos estado
sufriendo en los últimos años, no es más que una toma de posiciones previas,
porque aún queda margen para la negociación.
Lo que quieren los separatistas catalanes es disfrutar de todos los beneficios
que les proporciona formar parte del Estado español, pero que el Estado
español no tenga ninguna competencia sobre lo que ocurra en Cataluña. En
eso, y no otra cosa, consiste el reconocer las singularidades de Cataluña.
Y sea cual sea el resultado de las próximas elecciones, se abrirá un diálogo en
este sentido y no me sorprendería, que aprovechando que la Constitución
permite reformar el título octavo sin necesidad de celebrar un referéndum y
disolver las Cortes, el diálogo al que tanto se alude, tuviese por objeto
traspasar a las autonomías todas las competencias transmisibles, y conferir al
Senado el poder de veto en materia territorial. Es decir, hacer de España un
estado federal e insolidario entre las regiones, en el que el Estado quede
reducido a un esqueleto sin apenas competencias, volviendo así a los reinos de
taifas, en los que cada uno pudiese campar por sus respetos.
Pues lo lamento mucho, pero si esto o algo parecido es lo que está en la mente
de nuestros miopes y oportunistas dirigentes, no quiero que se haga en mi
nombre y de tapadillo. España lo que necesita es mantenerse unida de un
modo sólido y estable, recuperando ciertas competencias que nunca se
debieron traspasar, y así ofrecer seguridad jurídica a los inversores para que
creen empresas y con ellas puestos de trabajo.
Basta de oscuras connivencias en los despachos para darnos el opio
aletargador recubierto de sabroso chocolate, porque eso es actuar como el
ladrón, que amparado por la oscuridad de la noche, entra en nuestra casa por
la puerta trasera y nos roba, no ya solo nuestros bienes, sino nuestra dignidad
como personas.
Ante la indefensión y orfandad que emana de las oscuras y hediondas
componendas del Estado, debemos asumir que estamos solos, pero no
indefensos. De nuestra libertad interna —esa que nadie nos puede robar— de
nuestros seculares silencios, sacar los medios, el coraje y la fuerza para gritar
a nuestros infectos dirigentes que no queremos seguir siendo sus muñecos del
pin pan pún.
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