Alternativamente, la vida nos pone en la boca dos chupa chups: uno amargo y otro dulce. Cuando aprendemos a aceptar los dos caramelos, algo en nosotros deja de patalear. Esta es una de las puertas de salida del sufrimiento en el que a menudo nos vemos enredados. No es mal camino, tampoco, el de aprender a aflojar un poco el control sobre los “asuntos de la vida”, abriéndonos al mismo tiempo a la confianza en ella.
Es fácil confundir aceptación con resignación, cuando en realidad nada tiene que ver lo uno con lo otro. La aceptación nos lleva a reconocer lo que hay en el instante presente: dos chupa chups. No reconocerlo es infantil, ya que tras la resistencia a reconocer lo que es, late una exigencia de que solo quieres chupetear el chupa chup dulce. La aceptación nos enseña a permanecer en la realidad, en vez de tratar de evadirnos de ésta, o de frustrarnos porque las cosas no son “como yo quería que fueran”.
Amar lo que es, significa asentir a las dos golosinas para, más tarde, desde esta actitud de aceptación y rendición, hacer lo que sintamos que se tiene que hacer. Normalmente, la aceptación en este grado no es algo que suceda de golpe; es más bien un proceso gradual. La aceptación supone abandonar el soponcio. Al entrenarnos en el "no rabieta", estamos en realidad diciendo «sí» a una vida que no está anclada en el miedo, el resentimiento o la ira. Desde la aceptación, podemos hacer excursiones con mayor serenidad por el mundo...
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