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La paz como acto moral

No solo el hombre está inclinado de destruirse a sí mismo, sino que es potencialmente apto además de exterminar a toda su especie
​Sergio Fuster
martes, 24 de diciembre de 2024, 08:32 h (CET)

Antes de hacer una breve reflexión sobre la paz -y desde ya sobre la guerra- debemos, creo, cavilar primero en el hombre. Hay implícita una antropología del mal. Un ser dotado con inteligencia superior a la del resto de los seres vivos, pero, a pesar de ello -o por causa de ello- capaz de las más inimaginables atrocidades.


Los dogmas de fe de las distintas religiones se han enfrentado con esta paradoja teológica. Ha sido esculpido “a imagen y semejanza” de Dios, pero, a juzgar por los hechos, se aproxima más al demonio. No solo el hombre está inclinado de destruirse a sí mismo, sino que es potencialmente apto además de exterminar a toda su especie. Dicha contradicción se intenta subsanar en los relatos monoteístas con el mito de la “caída” y con el dogma del “pecado”. Asimismo, en las espiritualidades orientales se propone la teoría del “karma” y del “samsara”. Una como redención y otra como iluminación en la identificación con el absoluto, donde todo retornará a una Edad de Oro.


Las narrativas religiosas le echan toda la culpa al ser humano, lo hacen obviamente para salvaguardar a Dios. Sin embargo, los que no creen también, lógicamente, depositan la responsabilidad en el sujeto finito. O hacemos lo que queramos precisamente porque Dios no existe, como decía Iván Karamazov, o desarrollamos un estado moral justamente por esa soledad angustiantemente libre, como postulara Jean-Paul Sartre o Albert Camus.


Lo cierto es que la paz es simplemente una palabra, no existe en realidad como lo “en sí”, como idea pura. La prueba es que siempre la pensamos a través de su opuesto. El problema con la paz es que solo se entiende como “la capacidad de manejar los conflictos” y no como una sustantividad. Hasta ahora pues hemos entendido la falacia de los contrarios. No se alcanza en la consciencia colectiva la certidumbre de este estado ontológico.


La paz es un modo establecido y abarcador del ser. Una fruto del espíritu. Hay algo en el hombre que lo opaca. Carl Jung lo llamó la “sombra”; Sigmund Freud la pulsión inconsciente del “thanatos”; Martin Heidegger “la técnica”; Hanna Arendt “lo banal”; Max Horkheimer “la ideologización de la sociedad capitalista industrializada”. La bomba atómica es “disuasiva”, justifica Herbert Marcuse. “Los Aliados deben poseerla para mantener el equilibrio”, perdona Karl Jaspers. ¿Cuánto tiempo más va a pasar para que esa disuasión sorda sea ofensiva? Se han propuesto mil maneras, pero los acontecimientos demuestran la ineptitud ética del ser humano para dar el salto moral de la teoría hacia la pacificación verdadera. Aquella que le alimentará la esencia de su alma y, como consecuencia, se derramará en el mundo real.


Es imperioso, quizás ahora más que nunca, cambiar nuestra mirada sobre la paz. Ha llegado el momento de resignificar el pacifismo. El hombre tiende al conflicto y a la contradicción. No sabe vivir en armonía. Por alguna misteriosa razón no puede lograr plenamente el equilibrio. La paz es todo aquello que no acontece. Mientras la guerra siga dando la batalla primero en la mente, en las ideologías como candados de las ideas, y en la praxis después, el odio irracional seguirá tiñéndola época. Hasta que no comprendamos que la paz no es lo contrario de la guerra sino una cualidad espiritual que debe constituir la coyuntura de la existencia misma los resultados no serán otros más que los que están a la vista.  

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