Mariano Shifman nació el 23 de noviembre de 1969 en Lomas de Zamora, ciudad donde reside, provincia de Buenos Aires, la Argentina. En 1992 obtiene el título de Abogado por la Universidad Nacional de Lomas de Zamora y en 2013 el de Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Recibió, entre otros, premios y menciones en concursos organizados por las municipalidades de varias localidades de su provincia, por la Fundación Victoria Ocampo, por la Asociación Gente de Letras, por la Fundación Argentina para la Poesía (poemario inédito “Agua va” en 2014). Textos suyos fueron difundidos en las revistas “Hablar de Poesía”, “Generación Abierta” (Buenos Aires), “Suplemento Literario del Estado de Minas Gerais” (Brasil), “Variaciones Borges” (de la Universidad de Pittsburg, Estados Unidos), etc., y algunos se tradujeron al francés, inglés, neerlandés, catalán y portugués. Publicó los poemarios “Punto rojo” (Primer Premio Poesía XI Certamen Nacional de Poesía y Narrativa, 2005), “Material de interiores” (2010) y “Cuestión de tiempo” (con prólogo de Rafael Felipe Oteriño, 2016).
Contanos sobre vos en esa ciudad que no sólo los lomenses denominan simplemente Lomas.
Salvo el primer grado, que lo cursé en la Escuela Provincial Nº 14 “General San Martín”, en mi ciudad, el resto de la primaria lo hice en la Escuela Normal Nacional de Banfield —el viejo ENAM (Escuela Normal Antonio Mantruyt)—. Cursé la secundaria en el mismo colegio, uno de los tantos errores que he cometido por indecisión o inercia. Mis años de secundario fueron de pesadilla, especialmente los últimos dos; ahora se le dice “bullying” —tengo un poema al respecto, incluido en mi último libro—.
En castizo puede traducirse como maldad contra el “diferente”. La diferencia, en mi caso, quedaba establecida por mi timidez, que luego fui superando, por no ser hábil para los deportes o por no festejar las bromas de los “capangas”. Fui un buen alumno durante la primaria y hasta primer año de la secundaria; desde los catorce años, para refugiarme de la realidad, me sumergí en el ajedrez, un juego que es demasiado bello, con todo lo bueno —y lo malo— que eso supone. Jugaba torneos por las noches y pasaba horas y más horas analizando partidas, en una época muy anterior a Internet; hoy en día, no habría podido despegarme de la pantalla. Terminé la secundaria sin dificultades académicas, pero sí humanas. Cuando me despedí de todos mis “compañeritos”, mujercitas y varoncitos, sentí un alivio inconmensurable. En paralelo a la tristemente recordada escuela secundaria, cursé unos años en el Conservatorio Provincial de Música Julián Aguirre, de Banfield. Allí el ambiente era distinto a la escuela: buenos compañeros, profesores amables; el problema era yo, que estaba demasiado entusiasmado con el ajedrez como para prestar la debida atención a mis estudios de guitarra. Finalmente, dejé de cursar al empezar la Facultad. Ahora me arrepiento, porque la música es una de mis pasiones, al menos como oyente. En marzo de 1988 comencé la carrera de Derecho en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, que por entonces funcionaba en el Colegio Comercial de Adrogué. Como se verá, toda mi educación fue pública. En la Facultad, y al contrario de lo que me sucedió durante la secundaria, tuve una buena relación con mis compañeros; de algunos de ellos me hice amigo, y aún lo son, como Iván Ponce Martínez. Mientras cursaba la carrera con relativa vocación, seguía enfrascado en el ajedrez. Mi apogeo en el juego fue entre 1992 y 1994, cuando estuve a punto de obtener el título de MF (Maestro de la Federación Internacional de Ajedrez). Me recibí de abogado y poco después abandoné el “juego ciencia”, ya que mis nervios “me jugaban” muy malas pasadas en los momentos decisivos, y las partidas a mi favor se daban vuelta. Resolví, por lo tanto, ser, desde entonces, espectador o, ya mucho más tarde, jugar ocasionalmente por Internet. En cuanto a mi familia: mi padre, Daniel, falleció en diciembre de 2007; tenía inquietudes artísticas, escribió algunas canciones —letra y música— que no llegaron a divulgarse. Lamento que no haya conocido ni uno de mis sonetos —empecé a escribirlos en 2011—, porque intuyo que le hubieran agradado más que mis poemas en verso libre. De mi madre, Marta, que además de odontóloga es profesora de piano, heredé poco —desafortunadamente— de su intuición y de su fuerza de voluntad, y tal vez algo más de su sentido artístico. Mi hermana, Silvina, es compositora, muy talentosa, según mi punto de “oído”, aunque la docencia apenas si le deja tiempo para dedicarse a su verdadera vocación, que es la creación musical. Recuerdo con mucho afecto a mi abuela Ana, con quien pasé casi todas las mañanas de mi primera infancia, porque mi madre trabajaba en el Hospital Gandulfo, de Lomas; falleció cuando yo tenía dieciocho años, de modo que no alcanzó a conocer mi faceta de escritor. Aunque desde chico me gustaba leer, sobre todo diccionarios, atlas, libros de ciencia, durante los diez años en que me absorbió el ajedrez disminuí mucho mi ritmo de lectura. A partir de 1994, volví a ser un lector bastante voraz y al mismo tiempo, y de a poco, comencé a escribir.
De a poco. Y a los veinticuatro años. Y no escribiendo poemas, sino cuentos. No eran estrictamente “malos”, pero intentaba ser demasiado “correcto” y eso les quitaba espontaneidad. Algunos los reescribí, con más “estilo”, y creo que son dignos —uno, incluso, se transformó en una obra de teatro—. No sabría precisar cuándo intenté pergeñar mi primer poema; acaso hacia 1996. No había sido un gran lector de poesía. Sí había leído con infinita admiración los cuentos y poemas de Jorge Luis Borges; me volcaba más a las novelas: “La montaña mágica”, de Thomas Mann, “Padres e hijos”, de Iván Turgeniev, “El primo Basilio”, de Eça de Queiroz, entre las que recuerdo sin esmerarme. Al rondarme la poesía me interesé más en la lectura. Entre los autores que fui descubriendo, Fernando Pessoa me deslumbró. Estábamos a mediados de los noventa, años en los que preponderaba “Diario de Poesía” y sus dictámenes. Por entonces, yo no lo sabía conscientemente, pero había un clima de época que, quiérase o no, uno no tenía más remedio que seguir, sobre todo si era joven y con poca experiencia literaria. Como había leído en algunas de las revistas en boga que la rima estaba perimida, me cuidaba de usarla; hasta cambiaba las palabras finales de los versos si notaba rimas, incluso asonantes, a cuatro o cinco versos de distancia... A pesar de estas prevenciones, que ahora considero estúpidas, ya en mis primeros poemas, pasables, regulares o directamente malos, considero que se podía oír una voz más o menos propia. Nunca intenté escribir “a la moda”, parecerme a los que ganaban premios, puestos rentados en el mundillo de la cultura, becas, etc. Aunque sí me inficionaban en la cuestión formal con sus recetas, éstas no influían en mis preocupaciones temáticas, que a lo largo de más de dos décadas no han variado demasiado. Así se fueron acumulando los textos, sobre todo poemas, escritos en cuadernos de tapa dura y también a máquina de escribir (aún no usaba computadora). En 1999, con una carpeta llena de poemas, fui a ver a Alejandrina Devescovi, de Ediciones Botella al Mar, con el propósito de publicar mi primer libro. A Alejandrina le gustaron, pero por mi tendencia a postergar todo, la idea de publicar quedó en eso, aunque seguí escribiendo y participando de concursos. Por el 2000 envié poemas a la revista “La Guacha”; uno de ellos lo comentó favorablemente el poeta salteño, a quien yo ya había leído y estimaba, Santiago Sylvester, lo cual me estimuló. En 2003 comencé la carrera de Letras en la Facultad de Filosofía y Letras, donde me recibí en 2013: lenta cursada, por razones laborales especialmente. Mis experiencias en aquellas aulas fueron variadas: tuve buenos compañeros y algunos profesores valiosos, así como otros saturados de esnobismo. Se podría decir, grosso modo, que son dos los actores que definen qué se lee: el “mercado”, en el que cada día más se incluyen como autores capitostes del periodismo devenidos novelistas, y lo que en otro poema llamo la “Academia”, es decir todo el aparataje crítico que deriva de las facultades de letras, en especial la UBA. Cuando uno cursa la carrera va conociendo autores que son venerados en el ámbito universitario, en muchos casos, como fetiches. No quiero hacer nombres, tampoco me referiré al género novelístico, del que, salvo excepciones, estoy un tanto apartado. Pero creo poder opinar sobre poesía. Y es aquí la gran cuestión: desde las cátedras de Literatura Argentina se impuso toda una moda acerca de la poesía que “representa nuestra época”. Por ejemplo, si los ‘90 fueron sinónimo, a nivel social, de egoísmo, pobreza espiritual, ramplonería, la poesía que refleja ese período debe ser pobre, ramplona, incluso “egoísta” con sus lectores, a los que no se les brinda ningún grado de belleza, ya no digamos epifanía, que puede sonar anticuado y aun confesional. Un buen número de quienes lean estas líneas podrán pensar, sin mayor esfuerzo, en unos cuantos nombres propios que es ocioso mencionar, pero que manejan todos los resortes de la “movida” poética: premios, invitación a festivales aquí y acullá, artículos en los suplementos culturales.
Arrancaste con un primer libro y un primer premio. A fines de 2004, mientras seguía escribiendo, trabajando como abogado en un estudio jurídico y cursando dos veces por semana la carrera de Letras, participé con unos diez poemas de un certamen organizado por la Editorial de los Cuatro Vientos. El acto de premiación fue en marzo de 2005 en una sala del Centro Cultural General San Martín. Para mi sorpresa, obtuve el primer premio, y con ello la publicación de mi primer libro, “Punto rojo”. Son cincuenta poemas, todos en riguroso verso libre —valga la paradoja—, con una puntuación equívoca, porque suponía o me habían inculcado que así había que escribir poemas para no pasar por antiguo. (Creo, de todos modos, que esa clase de puntuación, o su falta, que ahora desapruebo, no perjudican la lectura de los textos.) Aunque los premios no prueban que se escriba bien, operan de aliciente, sobre todo como en este caso: no medió ninguna clase de amiguismo, porque no tenía la menor idea de quiénes eran los miembros del jurado, desconocimiento que aseguro, era recíproco. Y fue a partir de allí que comencé a asistir con cierta regularidad a algunos de los espacios de lectura pública que había y hay en Buenos Aires. Fui invitado a leer por Susana Cattaneo en su ciclo “Extranjera a la Intemperie” y presenté mi primer libro en el Café Literario “Antonio Aliberti”, coordinado por Luis Raúl Calvo, Amadeo Gravino, Julio Bepré y Estela Kallay. (En este ciclo presenté mis tres libros, en mayo de 2006, octubre de 2010 y junio de 2017). En una reunión en la Sociedad Argentina de Escritores, a fines de 2005, había conocido a Graciela Maturo. Le entregué un ejemplar de mi flamante libro y muy atentamente lo leyó y lo elogió, al punto que se ofreció, con la generosidad que la caracteriza, a presentarlo. Mientras seguía escribiendo, seguía imbuyéndome de Borges y Pessoa, pero las lecturas de la Facultad me restaban tiempo para leer lo que realmente deseaba e incluso para escribir poesía o narrativa. Desde luego, hay unas cuantas cosas que rescato de mi paso por Filosofía y Letras, entre otras, haber cursado Literatura Norteamericana en la cátedra del profesor Rolando Costa Picazo. Esta materia, junto con los rudimentos de Latín y Griego —idiomas de los que desconocía casi todo— fueron los puntos más altos de la carrera.
Y así pasaron los años y los poemas hasta 2010, cuando publiqué mi segundo libro, “Material de interiores”, en este caso en una edición costeada por mí, como ocurre en la casi generalidad de los casos, y sin distribución, salvo los ejemplares que pude dejar en alguna que otra librería del centro de Buenos Aires, de la zona de la Facultad, y de la ciudad de Mar del Plata. Como suele pasarles a todos, también yo me fui desprendiendo de los ejemplares, intercambiándolos con los de otros autores o regalándolos a amigos y conocidos. Durante la segunda mitad de 2010 retomé la escritura de cuentos y relatos. Disfruté, más allá de su valor, intentándolos. Con uno de ellos obtuve una mención en un concurso del Colegio de Abogados de la Capital Federal. Sin embargo, en enero de 2011, y mientras escribía un cuento que sentía que no iba ni para atrás ni para adelante, noté cierta saturación, no sé si por el género o por mi falta de inspiración. Puse mi mente en barbecho, y en unas semanas, como un acto de rebeldía inaudita, al menos en estos lares y en estos tiempos, comencé a escribir sonetos.
Y sí, sonetos. Los había leído, pero nunca fueron mi lectura poética exclusiva; me deleitaban los de Francisco de Quevedo, sobre todo, pero no había casi intentado escribirlos, quizá porque estaba “vedado” por el ambiente. Recuerdo también, ahora que pergeño esta semblanza, haber recibido en 2010 una antología de sonetistas brasileños, enviada por un escritor de Brasilia —tenía por entonces contacto con escritores de Brasil—: fue muy placentera la lectura de autores que desconocía, pero que son nombres capitales de las letras de aquel país, que tuvo una literatura muy rica a lo largo del siglo XIX, más plena que la nuestra, entre otras cosas porque no vivieron en permanentes guerras entre facciones, como ocurrió aquí al menos hasta 1860 y más aún. Hasta ahora llevo escritos más de mil seiscientos sonetos; la cantidad no garantiza nada, pero hago referencia a ello para dar idea de mi pasión por esta forma poética. En cuanto a los temas, no son distintos de los que abordaba ya en “verso libre”, definición un tanto vidriosa. En muchos, la voz poética era la mía; en otros, sobre todo al principio, me volqué a los monólogos dramáticos, ya sea con personajes históricos, literarios o prototipos de personalidad. Con excepción de unos veinte, escritos en alejandrinos, los fui urdiendo en versos endecasílabos; los cuartetos, según el esquema ABBA ABBA o ABAB ABAB, con libertad mayor en los tercetos; tengo algunos pocos en que sólo utilizo dos rimas para todo el poema. Conozco las críticas que desde hace por lo menos un siglo se viene efectuando contra el soneto: los límites, la forma como “budinera”, las rimas previsibles, los ripios...
No seré original en la imagen: casi cualquier cosa puede hacerse bien o mal; también un cuchillo puede servir para salvar una vida en manos de un cirujano o para matar en manos de un psicópata. En cuanto a los límites, diré lo que algunos amigos poetas me han escuchado repetir: para mí no son un obstáculo, sino al contrario, un acicate. Uso una metáfora futbolística para ilustrar la cuestión: a los clásicos punteros, la raya del campo de juego no los inhibía; al contrario, servían para que, por una especie de magia incomprensible, los defensores quedaran desairados. El genial Garrincha —a quien le dediqué uno de mis sonetos— es el mejor ejemplo en este sentido. Respecto a la forma, tras haber escrito cientos de poemas y de haber leído tanto más, llegué a la siguiente conclusión: los mejores poemas no suelen tener menos de diez versos ni mucho más de veinte. Y el soneto tiene catorce. Me da la impresión de que es una especie de proporción áurea, aunque no tengo pruebas para sostener la hipótesis, salvo la de mi convicción. Por otra parte, el verso endecasílabo, por su libertad acentual —el único obligatorio es en la décima sílaba, los demás pueden ser en sexta, octava y cuarta, y a ellos sumarles los de primera, segunda y tercera— permite y promueve una variedad rítmica como ningún otro verso castellano. Esta explicación, que hoy puede parecer erudita sin serlo, podía ser comprendida por cualquier alumno sensible de la secundaria de los años cuarenta o cincuenta; ahora, intuyo que sonará a algo esotérico... Las rimas previsibles son, según lo entiendo, poco valiosas, pero eso no es culpa del soneto sino del poeta. Abusar de las rimas gramaticales en “ado”, “ido”, “ente”, “on”, etc., demuestra falta de imaginación y originalidad, pero no prueba nada contra la forma. Los ripios —poner cualquier palabra en posición de rima, con tal que rime— también es una falencia del poeta y no de la forma. En arte —en literatura, especialmente— ninguna teoría es buena o mala en sí misma: lo que hay que juzgar es el texto una vez terminado. Si se quiere, esta idea es “resultadista”, pero no me parece errada. Al poema hay que juzgarlo como tal y comprobar si suena bien, si conmueve, si deja pensando. Los caminos que hayan llevado a su concepción pueden ser interesantes para los críticos y especialistas, pero al lector lo que le atrae es, me parece, el “qué” antes que el “cómo”, o, por mejor decir, que el “cómo del cómo”.
¿Qué ajedrecistas de todos los tiempos te promueven la mayor admiración y por qué? De aquellos de los que más conozcas sus biografías, ¿cuáles te atraen especialmente? Surge de mis anteriores reflexiones que el ajedrez fue mi pasión adolescente: desde los catorce años no había día que no repasara partidas de los grandes jugadores; a partir de los quince comencé a jugar torneos, primero en la zona sur del Gran Buenos Aires y luego en Capital Federal, donde siempre ha habido una mayor actividad.
Mis ídolos de entonces no eran las estrellas de rock —nunca lo fueron—, pero tampoco los escritores; sí los genios del tablero. En esa época empezaron a jugar sus míticos matches Anatoli Kárpov y Garri Kaspárov, en los que este último terminó consagrándose el campeón más joven de la historia (record que aún ostenta), a los veintidós años. Pero además me interesaba mucho conocer la historia del juego, los grandes jugadores del pasado. Hubo varios talentos extraordinarios; en mi libro “Cuestión de tiempo” dediqué tres poemas al ajedrez: “Los amantes de Caissa” —la diosa del juego ciencia—, en el que hablo, con cierta ironía, del ambiente, “Paul Morphy” y “José Raúl Capablanca”. Morphy, norteamericano, fue el mejor jugador del mundo a mediados del siglo XIX. Como dijera Ezequiel Martínez Estrada, su concepción del juego era aún más grandiosa que su capacidad para jugarlo, y eso que era casi imbatible. Creo que fue el ajedrecista que más diferencia estableció con sus contemporáneos. Dejó de jugar a los veintidós años —esto da una pauta de que además fue un prodigio—, luego de derrotar a los mejores, primero en su país y luego en Europa. En esa época no había un campeón oficial, pero eso, para mí, es lo de menos.
Capablanca, cubano, fue campeón del mundo entre 1921 y 1927, cuando perdió sorpresivamente el título aquí, en Buenos Aires, contra el ruso exiliado en Francia Alexander Alekhine. Capablanca, junto con Morphy, fueron, a mi criterio, los dos talentos naturales más grandes de la historia del juego. El cubano, en una época mucho más exigente que la de Morphy, por el avance del juego, prácticamente no estudiaba: encontraba siempre (o casi) la mejor jugada sobre el tablero, con una intuición única, con perfección de computadora. Su juego no era tan lucido, pero sí resultaba perfecto. Era tan fácil para él jugar, que propuso cambiar las reglas; en el poema que le dedico, le hago decir sobre el ajedrez que para él era “…un juguete que casi tomo en broma”.
Su facilidad iba pareja con sus gustos hedonísticos. Lo tenía todo: inteligencia, presencia física, dinero. Se dice que perdió el título porque todas las noches se divertía con damas, pero no las de madera, sino las de carne y hueso.
Dicho todo esto, también diré que, con toda la admiración ante estos jugadores, mi máximo ídolo no ha sido Kaspárov, Morphy o Capablanca; ni siquiera el colosal Bobby Fischer, quien entre 1970 y 1972, cuando ganó el título, jugó como nadie antes y nadie después —ganó veinte partidas seguidas contra los mejores jugadores de la época, hazaña única—. El mayor artista del ajedrez fue, y creo que lo será mientras exista el juego, Mikhail Tal (1936-1992). Nacido en Letonia, por entonces satélite de la Unión Soviética, demostró una inteligencia muy alta ya de niño. Comenzó a jugar relativamente tarde —luego de los diez años, y no a los cuatro, como Capablanca, por ejemplo—, pero en sus partidas desplegaba una imaginación ilimitada. Quien no conoce el ajedrez no podrá comprenderme: siempre sacaba jugadas inesperadas de la galera, que incluían sacrificios de piezas (un término técnico para el cambio de piezas de más valor por otras menores, a cambio de lograr una posición de ataque directo al rey en procura del jaque mate ya en el medio juego). Por tales jugadas se lo conoció como “El mago de Riga”, su ciudad natal.
A sus veinte años ya jugaba de igual a igual con los más grandes, a los que solía vencer porque ni siquiera entendían su manera de jugar. A partir de 1958 era el ajedrecista que más partidas ganaba por torneo. Y así le llegó la hora de jugar por el título en 1960 con el campeón casi eterno, el también soviético Mikhail Botvinnik, una especie de héroe nacional y prototipo del ciudadano ejemplar. En ese match Tal venció claramente con apenas veintitrés años y se consagró el octavo campeón del mundo.
Su ascenso fue meteórico, sólo comparable con el de Morphy, pero en una época en que el ajedrez era infinitamente más complejo. Sin embargo, en la revancha, al año siguiente, Tal perdió el título contra el antiguo campeón: su salud siempre fue muy precaria; nació con tres dedos en la mano derecha, tuvo problemas severos en los riñones, y era un inveterado amante de las bebidas alcohólicas. Todo esto en absoluto empañó su genio, porque aun siendo el ex campeón —un título que dura para siempre, como él comentó irónicamente—, siguió siendo un artista incomparable. Murió a los cincuenta y cinco años, aunque parecía de casi ochenta, por sus problemas y excesos. Pero mantuvo un nivel asombroso hasta el final, al punto que un mes antes de morir, se escapó del hospital y le ganó unas partidas de “ping-pong” —rápidas, a cinco minutos— nada menos que al entonces campeón Garry Kaspárov. Sin palabras, realmente.
Para mí fue uno de los genios de la humanidad, comparable a Wolfgang Amadeus Mozart, William Shakespeare, Miguel Ángel; claro que quien no sabe jugar no puede apreciarlo. Resalto, además, que más allá de su asombroso talento para el juego, fue una persona cultísima, licenciado en filología, y con una bonhomía increíble: era capaz de jugar hasta la madrugada partidas rápidas con cualquier aficionado que se lo propusiera. Recomiendo, a quien al menos conoce los rudimentos del juego, interiorizarse sobre este personaje magnífico.
¿“Abrazar una causa”, “Ofrecer apoyo”, “Hacerlo ‘de onda’”, “No amilanarse ante la adversidad” o “Darse de corazón”? Quisiera responder que me identifico con todas estas expresiones, pero no es el caso. Por desgracia, tengo tendencia a ahogarme en vasos de agua —o peor, en gotas, algunas veces—, de modo que la cuarta opción me está vedada. Para “abrazar una causa” no me falta entusiasmo, pero suele faltarme certezas. No soy escéptico, al contrario: quizá mi problema es “creer” —sea lo que sea tal palabra— simultáneamente en tendencias que pueden contradecirse, pero, debo aclarar, nunca haciendo la famosa síntesis hegeliana.
Las otras tres opciones: “Ofrecer apoyo” reconforta; no sé si resulta de utilidad, pero estimo esencialmente las intenciones. “Hacerlo de onda”: podría afirmarse, sin temor a equivocarse, que los poetas si verdaderamente lo son, escriben por una necesidad espiritual; pero también para comunicar. ¿Y qué duda cabe que lo hacen “de onda”? Salvo excepciones, de las que hablé antes y sobre las cuales prefiero no extenderme aquí, los poetas se costean sus propias ediciones; sus libros apenas si son distribuidos; los suplementos literarios los olvidan —no si son amigos de los redactores—…
Pero sucede, creo, que cada poema es una botella al mar (feliz expresión de Paul Celan) y que se intenta, con la divulgación, encontrar espíritus afines. En cuanto a “Darse de corazón”: lo hice varias veces y en no pocas mi corazón tropezó. Pero no soy el único al que le ha pasado, desde luego. ¿Cómo describirías tu manera de ver el mundo? Mi manera de ver el mundo… Hay un refrán que suele venirme a la mente cuando pienso en estas cuestiones (a menudo): “Cada uno habla de la feria según cómo le va en ella”. Muchas veces, cuando me gana un pesimismo “objetivo”, estoy tentado a ver el mundo un lugar incómodo, por decirlo de un modo delicado. Si vemos un documental de la National Geographic —más filosófico que todo Hegel—, comprobaremos cuán sabia es la naturaleza, y cuán feroz: una lucha perpetua de matar o morir. El animal humano, cuando es “civilizado” (hablar de civilización cuando Adolf Hitler surgió del país más culto de Europa no sé si tiene sentido), y suponiendo que tiene sus necesidades básicas cubiertas, se siente acosado por el paso del tiempo, la muerte de los seres queridos, finalmente la suya. Ahora bien, este pesimismo “objetivo” se turna con otro, que no sé si llamar “subjetivo”, por oposición. Pienso que las gacelas no sospechan que van a morir a garras y dientes de los leones, salvo cuando le llega el momento, a diferencia del ser humano, que sabe que va a morir aun en los momentos de felicidad —y en especial en esos momentos—. Pero a su vez doy una vuelta de tuerca: un ser humano promedio, supongo, sólo piensa en la muerte en los terribles momentos de las pérdidas personales, pero luego, por instinto, se evade en medio de la vida. Pienso también en vidas como la de Mick Jagger —uno de sus secuaces dijo que el 70% de los hombres se cortaría un brazo para gozar una vida similar a la suya, y el porcentaje me parece criterioso—, y entonces, ¿qué decir del mundo? Lo del principio: que cada cual habla de la feria… Para concluir: respecto de cuál es mi visión del mundo —de la feria—, me gustaría que respondieran mis poemas.
¿Le corresponde a la poesía producir pensamiento?
No sólo le corresponde; diría que es inevitable. Puedo entender que haya existido un tipo de poesía que se regodeara con las palabras como objetos autónomos, sin vincularse a la reflexión, pero me parece que algo así cansa pronto. No concibo un poema que no sea, si bien un objeto verbal, a la vez un modo de reflexión. Desde hace unos cuantos años se ha instaurado el sintagma “poesía del pensamiento”, en oposición, intuyo, a la poesía que no desdeña, sino, al contrario, se enriquece con las cuestiones formales. Acaso un poema, por el hecho de ser eufónico, ¿está obligado a ser vacuo? A propósito de esta cuestión, hace unos meses escribí una coplilla sobre el tema, publicada en Facebook, que dice así:
“Poesía del pensamiento”, porque lo nuestro es pensar. También pensaba Machado, sin olvidarse al juglar. *Entrevista realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de Lomas de Zamora y Buenos Aires, distantes entre sí unos veinte kilómetros, Mariano Shifman y Rolando Revagliatti, septiembre 2017.
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