Auster parece una caja de sorpresas interminable. Los que hemos disfrutado con su literatura, especialmente con sus primeras novelas, ya no albergamos motivos para sorprendernos con la irrepetible trayectoria del escritor de Newark. Escribo esto, porque en su nueva entrega, ‘La llama inmortal de Stephen Crane’ (Seix Barral), Paul Auster se descuelga con un libro de más de mil páginas, incluidos Notas, Agradecimientos e Índice Analítico, que es nada menos que una biografía. La biografía de otro escritor, tan norteamericano como él.
Dice Auster que su libro, recuerden que tiene más de mil páginas, «pretende servir de “introducción” a la vida y obra de Stephen Crane y se ha escrito para aquellos que lo conocen poco o nada». El entrecomillado intermedio es de quien esto suscribe. Como escritor, Paul Auster analiza la existencia de Crane desde la óptica de otro escritor, un plumífero hablando de otro plumífero, no como un biógrafo especializado y, por eso, incluye numerosos fragmentos de su obra. Su mirada se centra en su trabajo, en sus textos, e intenta reflejar la experiencia de leer a Crane, lo que se siente cuando un lector, en este caso él mismo, se enfrenta por primera vez a su literatura.
Por ello, añade Auster, «no he adoptado un enfoque académico y me he mantenido lejos de la crítica literaria tradicional». En su desempeño como biógrafo hay, además, una investigación sobre los avatares de la breve, e intensa, vida de Stephen Crane, que escribió acuciado por la falta de dinero en el último tercio del siglo XIX, basada en obras de los eruditos y biógrafos que han hurgado en archivos y documentos históricos para encontrar su huella, en un intento por enlazar las distintas piezas que componen el puzle de su existencia.
Si la peripecia vital de Crane es apasionante, no lo es menos la época que le tocó vivir. Nació en Newark, como Auster, el Día de los Difuntos del año 1871 y falleció el 5 de junio de 1900, con lo que, tal y como señala su biógrafo, tuvo un paso más que fugaz por el siglo XX, ya que solo vivió en él cinco meses y cinco días, tras fallecer en Badenweiler (Alemania), el 5 de junio de 1900, víctima de la tuberculosis. Es decir, que apenas vivió veintiocho años, siete meses y cinco días, algo menos que Wolfang Amadeus Mozart (1756-1791), cuya existencia se prolongó a lo largo de siete lustros. Y uno se pregunta si Stephen Crane significó para la literatura estadounidense lo mismo que el compositor de Salzburgo para la música europea.
Según Auster, que afirma que muchos escritores norteamericanos no hubieran sido los mismos sin la literatura de Crane, la respuesta no admite dudas. Y por ello le ha dedicado tan monumental trabajo, que le ha llevado varios años de investigación, análisis, construcción y escritura.
Aunque el propósito de Auster no creo que sea retratar la época de Crane, algo inevitable, porque su paisano vivió en su tiempo y resulta imposible extraerlo del mismo, sí que dedica un interesante repaso al puñado de novedades, invenciones y nuevos descubrimientos que se sucedieron durante su corto paso por la Tierra, como fueron el alambre de espino, los pantalones vaqueros, el suspensorio, el mimeógrafo, el teléfono, la pila seca, el fonógrafo, el funicular, el kétchup Heinz, la cerveza Budweiser, la Liga Nacional de clubs de beisbol profesional, la caja registradora, la máquina de escribir, la bombilla de luz incandescente, la escoba mecánica, el Transcontinental Express, el cine, la pianola, la plancha eléctrica, la pluma estilográfica, el rollo de película flexible, la ametralladora, la puerta giratoria, el motor y transformador de corriente alterna, el clip, el rascacielos, la máquina tragaperras, la pajita para beber, el soplete, la linotipia, el trolebús, la central telefónica automática, la máquina de ordeñar, la Coca-Cola, la telegrafía sin hilos, el lavaplatos, los rayos X, el baloncesto, las tiras cómicas, las escaleras mecánicas, la máquina tabuladora, el detector de humos, la cremallera, el teléfono de marcador de disco, las chapas de las botellas, las tijeras dentadas, la ratonera, los guantes quirúrgicos, el voleibol, la máquina de contar votos, los Juegos Olímpicos modernos, la cámara cinematográfica portátil, el proyector de películas, el motor de combustión interna, el matamoscas, la chincheta…
Fue la suya una época donde asistimos al nacimiento de las primeras organizaciones obreras en Estados Unidos, fuertemente reprimidas por la policía, a las matanzas de indios por parte de la caballería norteamericana y a la formación de las grandes fortunas de J. P. Morgan, Andrew Carnegie, Cornelius Van-derbilt, John D. Rockefeller, entre otros, que acumularon cientos de millones de dólares. Como corresponsal, Crane cubrió la Guerra de Secesión norteamericana, la Guerra de Cuba o la expansión por el Oeste americano, que dejó honda huella en su vida, como demuestran sus artículos.
No es misión de esta reseña trazar los rasgos biográficos de Stephen Crane, ni hablar de su obra. Para eso está el trabajo de Auster. Baste decir que fue hijo de un pastor metodista y de una mujer, también de familia metodista, a la que se le permitió cursar estudios superiores y gozar de un título universitario.
Escribió artículos, novelas, novelas breves, poemas y relatos. Este sustrato, este magma, ha constituido motivo suficiente para que Auster se haya inclinado por trabajar en su biografía, como él mismo dice, espoleado por un doble motivo: porque el lector medio prefiere a otros autores coetáneos de Crane, como Melville o Whitman, y pretende revindicar su figura y su obra para devolverlas al lugar que merecen; y también porque él, «como viejo escritor sobrecogido por el genio de un autor joven», quedó fascinado «por la frenética y contradictoria existencia de Crane y su obra».
Así que, si en lugar de ser esto una reseña hubiera sido una entrevista, mi primera pregunta habría sido algo parecido a esto: «Why do you write a biography just now, Mr Auster? (¿Por qué una biografía ahora, Sr. Auster?)». Y estoy casi seguro de que su respuesta no hubiera sido muy distinta de: «Why not, Mr Cerezo? Why not? (¿Por qué no, Sr. Cerezo? ¿Por qué no?)». Y hubiera tenido toda la razón.
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