“Las moscas muertas hacen heder y dar mal olor al perfume del perfumista, una pequeña locura al que es considerado sabio y honorable”, (Eclesiastés 10: 1).
“Hoy no estamos de humor, mañana tampoco”. Esta frase puede resumir el estado actual en que se encuentran muchas personas por la presencia del Covid-19 que ya dura demasiado tiempo. El persistente malhumor se manifiesta claramente en las relaciones personales y que se ha intensificado debido a que la pandemia nos presenta un futuro incierto y haber cambiado nuestro estilo de vida. La pandemia tiene la virtud de agriarnos el carácter. No son grandes cosas las que nos hacen subir por las paredes. Son pequeñeces las que nos hacen subir la adrenalina al máximo. La agresividad se manifiesta en el día a día.
Unos jubilados juegan a cartas o al domino o al billar. La pareja comete un error, o se supone que lo ha cometido, y enseguida estalla la ira y la boca vomita blasfemias y palabrotas como si se hubiese comido pescado en mal estado. Se está conversando amigablemente mientras los tertulianos están de acuerdo en lo que se dice. Si uno de ellos disiente de lo que se está diciendo se arma la marimorena. Un adelantamiento improcedente, ¿quién no lo ha cometido nunca? Los insultos saltan por la ventanilla y el claxon suena estrepitosamente. A todo ello se le podría añadir infinidad de menudencias que nos estropean el día. ¿Por qué somos tan sensibles a aquello que no nos gusta? La causa se debe a que nos creemos tan especiales que nada ni nadie debe cuestionar nuestra valía. Lo valioso que uno cree ser. En el fondo, la irritabilidad que tan prontamente se manifiesta no se debe a un problema educativo sino a una cuestión espiritual. No tiene nada que ver con la filosofía ni con la religión. La esencia del mal carácter que estalla impulsivamente es un problema relacional. ¿Qué representa Jesús para nosotros?
Termino de leer La reina oculta de Jorge Molist. El autor presenta un Jesús mitológico que nada tiene que ver con el Jesús de los evangelios. Un Jesús al que se le puede manipular a conveniencia. Este Jesús no es el Hijo de Dios que hace nuevas a las personas a quienes creen en Él como Señor y Salvador. Este Jesús imaginario, como cualquier otra persona, real o literaria, no cambia el corazón de las personas. El embrollo imaginado por Jorge Molist al escribir La reina oculta, distrae pero deja indiferente al lector. Este Jesús convertido en leyenda literaria no es el Jesús que necesitan las personas para liberarse del malhumor que les persigue como galgo hambriento.
La conversión a Cristo de Saulo de Tarso que más tarde se le conocería como el apóstol Pablo fue muy dramática. Dirigiéndose a Damasco con el propósito de detener a los cristianos que vivían en aquella ciudad para llevárselos a Jerusalén para ser juzgados y castigados, un repentino resplandor celestial lo cegó y le hizo caer del caballo. Una vez alojado en la ciudad Jesús envió a Ananías para que entre otras cosas le dijese: “Cuánto le es necesario padecer por mi Nombre” (Hechos 9: 16). Recién convertido a Cristo judíos fanáticos empezaron a perseguirle con el propósito de matarlo. Los discípulos protegieron a Pablo “tomándole de noche, lo bajaron por el muro descolgándole en una canasta” (v. 23).
En 2 Corintios 11: 23-28 el apóstol describe una serie de incidentes debido a su celo evangelizador. Si el lector se detiene a leer el texto bien seguro que un escalofrío le descenderá de arriba abajo de la columna vertebral. La manera de reaccionar el apóstol ante los dolorosos sufrimientos que le sobrevinieron debido a su fe en Jesús no tienen comparación con los suaves dolores que padecemos y que nos roban el bienestar emocional que, para librarnos de ellos nos atiborramos de fármacos que nos libren del malestar, más que físico mental. El remedio que le ayudó a salir victorioso de las situaciones dolorosas por las que tuvo que pasar y que no dañaron su salud mental nos la receta cuando escribe: “No lo digo porque tenga escasez, pues he aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia, en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado, como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad”. El apóstol no nos enseña a permanecer tranquilos esforzándonos a superar las adversidades como enseña la filosofía del pensamiento positivo, sin lograrlo. Nos instruye a hacerlo saludablemente cuando al final del texto leído hace esta declaración de fe: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4: 11-13).
El secreto que le permitió al apóstol Pablo mantenerse sereno en cualquier circunstancia lo consigue estando en Cristo que le fortalece. El Cristo de Pablo no tiene nada que ve con el Cristo que describe Jorge Molist escribiendo La reina oculta. El Cristo de Pablo es el que no se encuentra inmovilizado entre las páginas de la Biblia, sino el Cristo viviente que por el Espíritu Santo mora en el interior de quienes creen en Él. Vencer el malhumor que se dispara en nuestros días solamente existe una manera de conseguirlo: que sea Cristo quien nos fortalezca.
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