Lo peor para un país o un gobierno, dijo un rey musulmán, es aislarse de su pueblo o del mundo. Sucedió con la China de mediados del siglo XIX, cuando el ocupante del trono del dragón, ensimismado en su pabellón de la Suprema Armonía, fue incapaz de vislumbrar que se enfrentaba a la más poderosa potencia marítima de la historia. Era Inglaterra, que no estaba dispuesta a discutir de moral o ética confuciana cuando resolvió declarar la guerra del Opio.
Las teorías, que no ocupan lugar y no pueden tener cementerios como algunos pretenden, hicieron otro experimento controlado al respecto, cuando a principios de 1936, el estado liberal paraguayo quiso aislarse de su pueblo y de la historia.
Si quien supo vencer en una Guerra Mundial como Winston Spencer Churchill fue castigado por el electorado británico por su violencia verbal en 1945, con más razón lo fueron quienes apelaron a la violencia física en la década previa.
A principios de 1936, el estado liberal paraguayo se enfrentó a dos desafíos ineludibles: Desmovilizar a las tropas victoriosas que volvían de la guerra del Chaco contra Bolivia, y elegir nuevas autoridades, teniendo sobre sus cabezas como a la espada de Damocles una constitución que no permitía la reelección.
Incapaces de vislumbrar las sustanciales y radicales reformas que reclamaban los tiempos, se decidieron por la represión violenta asesinando a dirigentes contestatarios como Salomón Sirota, censurando a la prensa y enviando al destierro a jefes de bien ganado prestigio en los campos de batalla, como Rafael Franco.
Las soluciones que pecaban de simplistas, poco realistas y vacilantes, fueron un detonante y no un dique ante los acontecimientos históricos.
El 17 de febrero de 1936 se clausuró en Paraguay la hegemonía de un pensamiento que ya había sido superado coyuntural e ideológicamente por los acontecimientos. La partera de la historia, que no estuvo ausente en las reyertas por el poder desde entonces, volvería también en febrero, pero de 1989.
El episodio fue largamente anunciado y no solo por el profeta con la mirada puesta hacia atrás, también por la literatura. Lo supo ver la ficción, siempre impregnada de historia real, a través de una pluma genial.
Escribió Roa Bastos a fines de la guerra fría, refiriéndose a Stroessner, que la inmensa cola dentada del Tiranosaurio Dictador, iba perdiendo las escamas galoneadas y los saurios más pequeños y serviles que tenía amarrados.
Como un eco de sus metrópolis y mecas, aquel jurásico de monstruos antediluvianos, antihumanos, pretendían anular las coordenadas del tiempo y lugar en medio de la pesadilla de pavor que provocaban con ese propósito.
La metáfora era más real que cualquier lectura incapaz de dominar intelectualmente el presente. Pero creer que un país puede considerarse un agujero negro de antimateria predestinado a permanecer paralizado y aislado para siempre, suspendido fuera de la historia y eludiendo el paso del tiempo, fue y seguirá siendo un enfoque reduccionista y erróneo de consecuencias impredecibles.
Deberían tomar nota quienes piden tiempo a destiempo para la violencia y sus profetas del despotismo deslustrado.
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