Muchos opinan que en estos momentos EE.UU. es un país en riesgo de quiebra social. Aunque algunos acusen a Trump, este no es tanto la causa, como el síntoma de fracturas culturales que vienen de más atrás. Su rechazo a reconocer el resultado electoral hace un año marcó sin duda un peligroso precedente que podría repetirse en las próximas presidenciales, independientemente del color del ganador.
Pero limitarse a condenar el vandalismo de las turbas del Capitolio se queda lejos del grandilocuente objetivo proclamado en campaña por Biden de “recuperar el alma de la nación”. No es un fenómeno exclusivo de la sociedad estadounidense: donde había confianza, ahora hay sospecha.
Donde había ciudadanos que simplemente piensan de forma diferente, ahora hay traidores a la patria o fanáticos que merecen ser socialmente proscritos. El problema es serio, porque sin confianza, sin “fe” en el otro, no hay democracia ni hay mercado que pueda funcionar de manera eficiente. Sentarse a dialogar con quien piensa distinto, ver en esa persona a alguien con buenas intenciones y algo que aportar al bien común, se ha convertido hoy en una necesidad primaria en las democracias occidentales.
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