No pretendo abordar en este artículo el fenómeno de los desahucios, tan de moda de un tiempo a esta parte, y sobre el que coexisten posturas antagónicas, todas con algo de razón, por cierto. Me referiré por esta vez a un desahucio en concreto, el que tuvo lugar en mi ciudad ha no tanto, pero sabiendo que ni es el primero ni será el último de esta naturaleza. ¿De qué naturaleza?, se preguntarán. Pues voy con ello.
La cosa es, grosso modo, como sigue. Al ciudadano equis, «en situación de vulnerabilidad», le conceden una vivienda social, a módico precio, precisamente por su particular situación. Pasan los meses, y el muchacho no paga lo que debe (de alquiler). La administración le da un toque: “Mira, te recordamos que, por tu situación de vulnerabilidad, te estamos prestando una ayuda para que salgas del agujero; pero que el alquiler, aunque simbólico, debes abonarlo”. No sabemos qué cara puso el chavalote, fuera la advertencia telefónica o presencial. Lo que sí sabemos es el efecto que tuvo el aviso administrativo en su persona: como quien oye llover. O sea, que continuó sin pagar un céntimo. “Vaya, qué contrariedad”, pensaría la asistenta social, si acaso pensó algo.
Entiende uno que la administración le daría un segundo aviso… un tercero… bueno, los que indicara el protocolo. Porque otra cosa no, pero aquí todo está protocolizado. Total, que agotado el susodicho protocolo, el juez correspondiente dictamina que ha de procederse al desahucio. Natural, ¿no? Pues todo apuntaba a que se trata del típico caso del ciudadano clasificable en la casilla CCA (Cara de Cemento Armado), bastante más abundante de lo que creemos los vecinos normales, e infinitamente más de lo que creen los vecinos buenistas.
El equipo judicial se presenta en el domicilio en el día y a la hora anunciadas en el domicilio interino del CCA (el inquilino sabe de la visita, pues de esto se avisa por correo certificado). Y descubren los funcionarios ya en el interior de la estancia que no se trataba del clásico CCA, sino de un auténtico espécimen JMC (Jeta de Mármol de Carrara), una suerte de subespecie del anterior, pero con características faciales propias, corregidas y aumentadas.
El tipo se hallaba en el interior de la vivienda, sí, pero no crean que empaquetando sus enseres, hecho un manojo de nervios, presto a dejar la casa como alma que lleva el diablo, por haberse quedado traspuesto en tan señalada fecha y hora. ¡Qué va! El joven estaba repanchingado en el sofá como si la cosa no fuera con él. ¿Para qué angustiarse porque te descerraje la puerta un equipo compuesto por secretario judicial, cerrajero y agentes policiales? Seguro que pensaría para sus entrañas: “Ni me van a pegar ni me van a colocar contra la pared. Si acaso me detienen, a la hora de comer tengo un plato caliente en la mesa, alguien lo pagará, y no seré yo. ¿Quién dijo nerviosismo?”. Recuerda haberle escuchado una vez al médico que, ante todo, evitar el estrés, y los consejos del médico van a misa.
Manifestaron los agentes en su informe que el domicilio olía a marihuana que echaba para atrás (o para adelante, según gustos y preferencias). Quizá fuera porque albergaba la vivienda la mayor plantación doméstica de hierba ―que no césped― hallada hasta la fecha en la provincia. Y pensará el vecino buenista de turno que de algo tenía que vivir el muchacho, si quería recomponer su vida, maltratada por la puta sociedad capitalista que machaca por defecto al proletariado. Pues resulta que muy «machacado» no parecía estar el ciudadano en cuestión, a tenor de los trescientos mil euracos en metálico que guardaba en la mesilla de noche. (No ganamos eso algunos ni en una semana, ojo).
Atención, pregunta: ¿y por qué no pagaba el rufián la [exigua] cantidad mensual consensuada a cambio de la ayuda social que le pagamos todos? Pues acaso fuera por su natural condición de espécimen JMC. ¿No creen?
Hasta aquí los hechos. Y ahora viene la reflexión filosófica.
Sabido es que, de la misma forma que la jurisprudencia contempla la figura del «eximente» para rebajar la pena del culpable en determinadas circunstancias, también tenemos la figura del «agravante», que la aumenta. Todo muy razonable, a mi juicio. Pero lo que uno no llega a entender es que no exista la figura del «agravante moral por comportamiento indebido», o algo así. Sí, me refiero a imponer una mayor pena a quien, habiendo sido ayudado por la sociedad, a través de las instituciones competentes, y con la pasta común, se pasa por el forro de los cordones tan crucial detalle, y no contento con ello, se dedica a traficar con sustancias prohibidas hasta hacerlo rentabilísimo negocio, además, y no pagando los cuatro chavos que se le asigna tras haber sido etiquetado como «vulnerable».
¿Qué castigo creemos que merece esta joyita? Que cada cual se responda para sus adentros, porque si lo hace para sus afueras, todavía tendrá que oír lo que no quiere por parte de la progresía woke. Pues eso, que la figura del «agravante moral por comportamiento indebido» debiera formar parte del Código Penal, y aplicarse sin que tiemble el pulso. Porque se puede ser un perfecto sinvergüenza, y luego un JMC. Y tales especímenes no merecen vivir en una sociedad que, por lo general, se comporta de manera decente y digna, no solicita ayudas sociales si en verdad no las necesita; y en tal caso, se rige por una ética personal de puro sentido común: ya que me están ayudando a salir del barrizal, debo observar un comportamiento correcto, cuando no exquisito. ¿O no?
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