Como lo hizo en su día Alejandro Magno y repitió quince siglos después Hernán Cortés, este que os escribe, animado por los miembros de su familia, ha decidido “quemar las naves”.
Al igual que hace veinte o cinco siglos, quemar las naves significa tomar una decisión que no tiene vuelta atrás. Sin volver la espalda, para no caer en el error de la mujer de Lot. Todas las grandes decisiones traen consigo sus correspondientes dosis de sufrimiento y lágrimas. Pero hay que arrostrarlas sin miedo y con entereza. Casi siempre se agradecen posteriormente y se alegra uno de la decisión tomada. La mía –y la de la mayoría de los pertenecientes al segmento de plata- se basan en la aceptación del paso inexorable de los tiempos, para las personas y las cosas de tu entorno. Personalmente soy un enamorado de todo cuanto he ido vinculando a mi vida a los largo de los años. Especialmente de mi hogar. Soy poco propenso a las mudanzas. A lo largo de los último cincuenta y dos años solo he vivido en dos casas. En la última, durante más de cuarenta. Pero ha llegado el momento del traslado. Un hogar en el que hemos convivido diez personas –como mínimo y sin contar los agregados esporádicos-, se ha quedado con solo dos habitantes fijos y un montón de espacios vacíos. El drama no queda ahí. En el nuevo domicilio no caben tus recuerdos. Ni tus libros. Ni tus cuadros. Ni tus fotos. Comienza “el asesinato” de los mismos. Los apuntes de tus estudios y los de tus hijos, los recortes de prensa de quince años de periodismo. Los soportes de tu aventura como transmisor del Evangelio. Todo, todo, destruido por el fuego purificador. Cuatro estanterías de libros, atesorados a lo largo de la vida, quedan reducidas a un centenar de supervivientes. El resto repartidos de mala manera a personas de las que desconfío que puedan valorar su contenido. Un montón de diplomas, metopas y distinciones de todo tipo, que no caben en las exiguas paredes del nuevo domicilio. Tu viejo órgano electrónico traspasado a un amigo, que sí que lo va a valorar. Creo que mis lectores me comprenden. Tengo que abandonar mi vieja casa que, como yo, está sufriendo las dolamas propias de la edad. Sus sistemas circulatorio, óseo y nervioso están mayores y se resienten. Hasta su fachada –siempre blanca- se ha enmarronado con la lluvia de la dichosa calima. He quemado mis naves. Un trocito de mi corazón se queda en lo alto de ese monte cercano al Puerto de la Torre. Echaré de menos ese susurro del viento entre los árboles y el canto de los pájaros que me ayudaban a encarar cada día. Maldito paso del tiempo. Me han convencido de la idea de que es para mejor. No lo dudo. Pero lo haré llorando. Maldita mudanza.
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