La naturaleza es sabia. Cuando llega este tiempo, la humanidad parece que se despereza después del letargo invernal y resurge con mucho brío. Es como si cada año el mundo se quitara de esa especie de pandemia cuyos síntomas son la oscuridad, el frío, la nieve y la lluvia. Los campos verdean y la gente se echa a las calles como si no hubiera un mañana. Con tan solo echar una ojeada a las noticias descubrimos que en cada ciudad, pueblo o pequeño villorrio se reúnen las familias en torno a la imagen del patrón o de la Virgen del lugar y se apresuran a “campearlos” en forma de romería. Necesitamos una eterna primavera. Sobre todo en nuestros sentimientos. Poner en práctica esta necesidad de relacionarnos y compartir nuestras alegrías y nuestras viandas. Nada que ver con esas lúgubres reuniones discotequeras llenas de oscuridad, de alcohol y de otras sustancias. Esos encuentros esporádicos y vacíos de sentimientos; del aquí te pillo y aquí te mato; del si te vi… no me acuerdo. Se trata de esas maravillosas paellas familiares, esas parrilladas campestres, esas tortillas de patatas, pimientos asados y filetes empanados. Esas neveras llenas de botellas de refrescos y cervezas, esos días de vino y de rosas que te hacen ser feliz con muy poquitas cosas y con mucha gente. Ayer viví una de esas experiencias. Más de treinta miembros de mi familia alrededor de una paella (obra del patriarca); un par de pargos a la parrilla (pescado por uno de los yernos); la tradicional porra de la jefa, los helados de la consuegra, los dulces de mi hermana, las carnes y las bebidas del resto de los hijos. Diez horas de compartir dan para mucho. Diez horas de felicidad familiar son un auténtico milagro y una maravillosa circunstancia. De vez en cuando tenemos que ser protagonistas de una “buena noticia”. Lo que les comento es lo mismo que sucede en estos días en miles de lugares y de familias españolas. La primavera ha venido. ¡Bendita sea la primavera!
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