Dijo un humorista que para el estallido de una revolución, se necesitan oprimidos y opresores, y que estos últimos son fáciles de reconocer por cuanto que siempre están pasándola bien.
Sucedió en el Paraguay de 1936, cuando un pueblo que salía de una guerra se enfrentó a una oligarquía hegemónica, incapaz de encarar las sustanciales reformas que el momento histórico reclamaba. Aquella revolución, inconclusa que encabezó el Coronel Rafael Franco, fue recordada por Euclides Acevedo este fin de semana en el interior profundo de Paraguay.
Rafael Franco encabezó el último intento de dignificar la condición de los agricultores paraguayos y promover la equidad social. Pero no era tarea fácil, cercado por intenciones de apetencias siniestras.
El imperialismo petrolero se negaba a aceptar que se le escape de las manos una nación reducida a la más vil bajeza desde 1870. La vieja Iglesia Católica, inquisitorial y contemporizadora de terratenientes y déspotas deslustrados, abría los confesionarios a la conjura contrarrevolucionaria. La desalojada oligarquía liberal golpeaba desesperada todas las puertas dispuesta a aceptar la mano del mismo gobierno boliviano, si éste se la quisiera dar.
La brevedad de aquel gobierno fue proporcional a su intensidad patriótica. Al cabo de más de ocho décadas, organizaciones sociales, campesinas e indígenas recogen aquellas banderas y en inusual gesto, quiebran lanzas para arropar la candidatura de Euclides Acevedo.
Mientras los conservadores se sumergen en la trituradora de devastadoras internas sectarias, Euclides suma aliados en su proyecto por una Nueva República. Un sueño que como muchos otros, nació al calor popular en una humilde plaza del barrio Trinidad.
Ya sentenció el pensador que una ilusión eterna, o por lo menos que renace a menudo en el alma humana, siempre está muy cerca de ser una realidad. LAW
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