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​Cuento: ¡Dueto de amor!

*Bitácora de Futuro*
Bayardo Quinto Núñez
jueves, 7 de julio de 2022, 09:52 h (CET)

En el interior de la casa se desprendía un olor a medicina y a café recién hecho. La noche cubría con sus sombras afines, las luces de los postes de luz eléctrica que estaban encendidas. La ciudad se sentía en un mundo cambiante, esa fluidez mágica noctámbula intimidaba a la muerte, porque el sueño no lo cumplió, aunque hubiese sido para vivir ese instante, en el rumbo digno, para no continuar siendo humillada por esa realidad que le pone cerraduras a la vida. Ernestina prefería morir que continuar en el oficio de la prostitución, ya estaba llegando a la vejez.


Cierto día decidió salir con su perro a comprar unas cosas de uso personal en la tienda.

-Sargento, ven, acompáñame -le dijo Ernestina a su perro-. El perro sacudió su cola y siguió a su ama. 


Anduvieron de tienda en tienda, y se le vino a la mente, que la vida agitada de la prostitución casi había acabado con su vida, pero se sentía mejor al pensar que había hecho bien en retirarse para hacer una vida digna.


-Adiós, Ernestina -le dijo Josefa, ya tenés bastante tiempo de no llegar al burdel de “Borboyón”, ¿qué te ha pasado?, allá siempre te recuerdan y preguntan por ti -le señaló una amiga.-

-Amiga, quiero vivir en paz conmigo misma y tener una vida digna, podrías entenderme -le adujo Ernestina-.

-Claro que te comprendo, querés volverte una puta justa, y se dibujó en sus labios una sonrisa. Recordá aquel adagio: “gallina que come huevos, ni que le quemen el pico” -le inquirió la amiga-.

-Lo que tú digas, pero he vivido feliz todo este tiempo -replicó Ernestina-.


Ernestina dio media vuelta y con sus rodillas maltratadas por el inclemente tiempo se tambaleó, se incorporó rápidamente y siguió adelante, como una mujer de dichos y codiciada por el anuncio del día. Todavía se podía apreciar elegancia en su andar, era delgada, tez blanca, cabello negro azabache, ojos color miel, manos finas, a pesar de su edad, todavía era una mujer hermosa.

Salió con su canasta de una tienda, tras de ella iba el perro Sargento, caminó muy altiva y retadora sobre una ancha acera, era tal su elegancia que un señor se le aproximó.


-Señora, si usted me permite le ayudo, se puede resbalar, el piso está húmedo. Doña Ernestina se asombró, volvió a ver y creyó necesario atender el gesto de cortesía que le brindaban.

-Bueno, si gusta ayúdeme con esta canasta,respondió Ernestina-.

-¿A dónde se dirige?

-A mi casa señor, queda a unas pocas cuadras -repuso Ernestina-.

-No me llame señor, llámeme por mi nombre, Augusto -le dijo el hombre cortés-.

-Está bien Augusto -satisfactoriamente respondió Ernestina-.


Al llegar a la casa, Augusto arrimó a la puerta la canasta que cargaba, pero no dejaba de observar a Ernestina, con unos ojos famélicos, que causaban miedo.


-¿Me invita a pasar a su casa? Ernestina se quedó extrañada, quizás el hombre quería cobrar el favor.

-Le agradezco su ayuda, pero no se burle de mí-inquirió Ernestina-.

-No me estoy burlando, de ninguna manera, sólo quería conversar un poco, para conocerla mejor-Augusto le respondió-.


La mujer en el trajinar de la vida que había llevado, conoció muchos hombres, atrevidos y desmedidos en su lenguaje, pero en el fondo la propuesta de ese hombre desconocido no le era indiferente, sintió temor al escuchar una voz suave muy cerca de su oído.


-Voy a entrar -le expresó Augusto-.

-La cerradura de la puerta está en mal estado y el piso es de tierra, allá usted -contestó en tono persuasivo Ernestina.-

-No tiene importancia señora guapa -contestó Augusto-. Y acto seguido entró a la casa de Ernestina. Cerró las puertas Ernestina. Degustaron un par de tazas de te, entre otras cosas. Después quedó visitándole hasta se casaron y vivieron felices.

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Quien venga por vez primera, a esta ciudad de embeleso, debe tener su alma abierta sin trabas o impedimentos. Porque Córdoba es ciudad, para verla con empeño, gozando de sus callejas, jardines y monumentos. Para aspirar sus perfumes, y disfrutar del misterio, que proporcionan sus patios con mil flores de ornamento.

Creo que le matarán, con la mirada cruel, los puños alzados, quieren sacarle la vida, y es fácil, pues está solo y no sabe defenderse. 

Dijo en cierta ocasión Albert Camus que «la tragedia de la vejez no es que seamos viejos, sino que seamos jóvenes. Dentro de este cuerpo envejecido hay un corazón curioso, hambriento, lleno de deseo como en la juventud». Quizá, esta frase del escritor, de origen argelino, sea una estupenda expresión para vislumbrar el enfoque de la novela de Domenico Starnone, El viejo en el mar. 

 
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