Sucede a veces que realidades o escenarios complejos bien pueden resumisrse en una imagen, en un gesto, en un breve discurso. Esos flashes vienen solos, nadie los llama, simplemente suceden. Pero resultan poderosamente seductores, impresionan… y a veces deprimen un montón. Es el caso que hoy traigo a colación, y que tiene que ver con un especio temporal y con un escenario: un minuto, un mitin. Y también con la masa espectadora.
Durante la campaña electoral de las pasadas elecciones al Parlamento de Andalucía, el líder se dirige desde el atril a sus acólitos, que como todos los acólitos vienen adoctrinados de casa, con el mantra bien incrustado en el cerebro: tú no pienses, solo aplaude cuando nuestro amado líder eleve un poco el tono de voz, o cuando oigas aplaudir a tus compañeros de mitin, si acaso te habías quedado algo traspuesto. Alguien te dará un codazo, y listo. Porque hoy los mitines reflejan un adocenamiemto intelectual como pocas representaciones públicas. Los cámaras tienen bien sabido cuándo deben enfocar a según qué sector del pírrico público, que en lo fundamental se divide en «delante» y «detrás» [del orador]. El público trasero merece especial atención, pues siempre está enfocado, y se aprecian en ocasiones escenas entre rocambolescas y patéticas: una señora asintiendo sin cesar el discurso, cual perrito setentero de coche, y no deja de asentir ni cuando el jefe se toma sus veinte segundos para tomarse un refrigerio; el negro (siempre tiene que haber un negro en el coro); el muchacho, bisoño en estas lides, que se adelanta al aplauso cuando no toca…
Pero vayamos sin mayor dilación al minuto del mitin referido en el título, y que en ningún caso se trata de una metáfora, sino de un hecho real y constatable. Arenga el orador a la masa: “¡Y os adelanto desde aquí que en el próximo Consejo de Ministros aprobará un decreto sobre bla, bla, bla”. El público se rompe las manos en el aplauso, aunque la mitad no se ha enterado de qué trata el decreto. Muy importante debe de ser si el presi lo anuncia justo cuando conecta en directo el telediario. Prosigue el prócer de la patria: “¡Y no solo eso; también os anuncio que será un decreto que ni las derechas podrán derogar cuando lleguen al poder… que va a ser nunca!”. La masa enardece hasta rayar la histeria colectiva, y ni tiempo da a descansar del anterior aplauso cuando se requiere este, atronador, como atronadoras sonaron las palabras del amado líder.
Esta es la escena que traigo hoy a colación. ¿Cómo se quedan? Claro, al final, lo que a uno realmente le preocupa es que se queden como estaban, esperando que les resuelvan el quid de la cuestión. Y el quid de la cuestión es en extremo precupante, si no gravísimo. Porque el líder del estrado anuncia que el Consejo de Ministros aprobará en su próxima reunión un decreto equis. Y aquí tenemos el primer meollo: ¿quién es el Gobierno para aprobar normativa alguna? Hasta donde yo sé, de tales menesteres se ocupa el Parlamento (sí, la entidad que legisla), que propone textos, los expone a estudio y posibles cambios, y que al final salen adelante o se quedan en el camino, todo en función de las famosas mayorías. Parece bastante lógico, ¿no? El Gobierno (ejecutivo) no es un órgano competente para aprobar leyes, pues eso significaría (significa, de hecho, y esto es lo escandaloso) la voladura del Estado de Derecho, el derrumbe de los tan traídos y llevados tres poderes/pilares independientes. Añádase al dúo el judicial, que a estas alturas está en las garras de los partidos, con lo que el escenario se vuelve por momentos tétrico.
¿Cómo se entiende que una misma persona forme parte del Ejecutivo y al tiempo del Legislativo? Pues pasa desde la llegada de la democracia, y si no reparen en la bancada de cualquiera de los Gobiernos que en este posfranquismo han sido.
Y la gente aplaude entusiasta.
Apenas unos segundos después garantiza el líder que el anunciado decreto no podrá ser derogado por sus adversarios políticos cuando estén el poder. Ah… ¿Y cómo se hace eso? Sí, ¿cuál es la fórmula que evita que una determinada normativa no pueda derogarse así que pasen siglos? Yo no la conozco, desde luego, o si acaso es posible, algo de totalitarismo habrá en ello, ¿no les parece? No se lo parece desde luego a quienes aplauden con fruición. O a lo mejor es que ni saben lo que les parece, pues están ahí de palmeros, que no de ciudadanos con criterio.
Y dar por hecho que el poder nunca recaerá en los adversarios ideológicos, además de prepotente (casi sería esto lo de menos), es inequívoca muestra de engreimiento, de chulería, y hasta de matonismo. La frase hiela la sangre, pues ya fue pronunciada en plena Segunda República por quienes deseando estaban de repartir armas entre su población para arrasar con el que pensaba diferente. A los hechos me remito: ahí está la hemeroteca, que nunca miente, sea o no del agrado del lector. Y sabido es en qué acabó todo aquel odio verbal, que al poco mutó en guerra fratricida. Y la gente aplaude, masa inane, voluble, lobotomizada, carne de cañón para la Memoria Histórica o Democrática, que presenta en bamdeja la «verdad oficializada», con un guión maquillado con paleta gruesa, listo para su consumo emocional.
Un minuto, un mitin, una masa.
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