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El lado oculto de los zoos

Un animal que se pasa el día metido en la madriguera no resulta rentable, ni conviene al negocio quien teme al público que le lanza chucherías
Kepa Tamames
lunes, 1 de agosto de 2022, 12:13 h (CET)

Los centros en los que se mantienen animales con el objeto de mostrarlos al público a cambio de dinero son muy populares en las grandes ciudades, y para sus gestores resulta relativamente sencillo transmitir una idea amable del negocio. Esto se debe fundamentalmente a que la sensación que se obtiene de una visita dominical a estos lugares es por lo general positiva: se observan animales en apariencia felices, que evolucionan de una manera también aparentemente “natural”, lo que no invita a pensar en los zoos como una actividad agresiva para sus inquilinos. Pero un análisis sosegado del fenómeno tal vez nos permita tener una visión holística del mismo y adoptar una postura algo más crítica.


Una buena forma de abordar dicho análisis es pensar cuál es la vivencia cotidiana de los animales residentes, y compararla con la que les ofrece la libertad. Por lo general, se trata de individuos que en su medio natural tienen vidas ricas, que ocupan buena parte de su tiempo en la búsqueda de comida o en organizar a la comunidad en la que se integran, que deben permanecer alerta ante la aparición de posibles peligros, o preparar la cacería. Se trata con frecuencia de especies gregarias que asumen el juego como una parte imprescindible de su bienestar, y que toman decisiones en un sentido u otro. Que experimentan, en definitiva, sensaciones complejas en su devenir cotidiano. 


Es obvio que nada de esto sucede en el entorno de los centros zoológicos que se asumen como negocios (en la práctica, una inmensa mayoría). Digámoslo alto y claro : los animales están allí contra su voluntad. Algunos incluso son capturados de su medio natural, mediante técnicas siempre agresivas en algún grado, por la sencilla razón de que no son capaces de comprender determinadas situaciones. Y aquellos que nacen en cautividad portan una memoria genética que les predispone hacia ciertos comportamientos, que sin embargo no pueden desarrollar, con lo que aparecen síntomas como la frustración (y tras ella cuadros depresivos, que a su vez acaban somatizándose).


Por otro lado, uno de los aspectos más criticables de los parques zoológicos como concepto es que transmiten y perpetúan la idea de los animales como «objetos al servicio del hombre». De la misma manera que se utilizan para servirnos de alimento o para vestirnos, son literalmente “usados” a fin de crear un escenario atractivo para los clientes. Si los visitantes no asumen una visión crítica (en el sentido de analítica) de la utilización de animales, aceptarán dichos centros como un aspecto más de la oferta lúdica.


Zoo


Asimismo, la cuestión educacional es presentada como uno de los pilares argumentales por parte de quienes los legitiman. Pero hay que apuntar aquí que el mismo término “educación” encierra una sutil trampa (que en calidad de tal se vuelve especialmente peligrosa). Se asocia por defecto el vocablo con algo positivo, cuando en realidad la educación es “el conjunto de valores en los que se educa”, con total independencia de que estos arrastren consecuencias negativas o positivas. 


Transmitir la idea de que los animales merecen respeto es tan “educativo” como hacer ver que son simples recursos a nuestra disposición, y que no tenemos para con ellos mayores obligaciones morales que las que decidamos unilateralmente. En tal sentido, desde un punto de vista didáctico, los zoológicos son nefastos. Primero, porque ofrecen una imagen caótica a sus visitantes, con especies «amontonadas» en apenas unas hectáreas, cuando la realidad es que en su hábitat natural pertenecen a entornos ―e incluso a continentes― bien distintos. Así, una visita matinal al zoo implica enseñar a nuestros hijos la naturaleza como si fuera un álbum de cromos, donde grupos dispares comparten capítulos e incluso páginas.


La existencia de los zoológicos contribuye a reforzar nuestra idea de los animales como “bloques impersonales”, donde lo importante es la especie, sin desarrollar el concepto de “individuo”. Y con ello se dificulta de forma notable la idea de la “empatía” (ponerse en el lugar del otro). Porque es evidente que no podemos ponernos “en el lugar de otra especie”.


En cuanto a la cuestión del bienestar de los inquilinos, cabe destacar que muchos están aquejados de algunos extendidos males propios de animales cautivos: el estrés, por una parte; el aburrimiento, por otro. Téngase en cuenta que, en su hábitat natural, la mayoría pasa buena parte de su tiempo buscando comida. Pero en el zoo todo se lo dan hecho: solo cabe esperar la hora del rancho, y todo el condumio viene en vehículos motorizados. Esto puede parecer a los ojos de muchos una ventaja, pero no resulta pertinente extrapolar a un león algo que muchos de nosotros elegiríamos con gusto. 


El aburrimiento trastorna y mata, literalmente; provoca angustia, y aparecen con frecuencia comportamientos inusuales como la agresión a los congéneres, la masturbación compulsiva, la coprofagia, o la apatía sexual. Concebido como un negocio, los animales problemáticos o que ofrezcan una imagen no deseada a los visitantes suelen ser apartados de la vista. “Apartados” significa en este contexto traspasados a otros centros menos exigentes (y que por lo tanto invierten menos en bienestar), o incluso a algún circo ambulante donde se convierten en caricaturas de sí mismos, cuando no directamente en esclavos. 


El olor y la presencia visual entre especies que en la naturaleza son presa y predador ocasiona a veces una incomodidad adicional, puesto que ni unos ni otros tienen posibilidad alguna de actuar según su instinto. No deberíamos olvidar tampoco los problemas individuales que pueden surgir, dado que no todos los miembros de una especie se comportan de la misma forma. Así, mientras algunos soportan bien la presencia humana (de cuidadores y visitantes), otros se muestran más asustadizos. Y un animal que se pasa el día metido en la madriguera no resulta rentable, ni conviene al negocio quien teme al público que le lanza chucherías. Tales comportamientos se suelen cortar de raíz, sin que la gente se percate de la desaparición de aquel monito tan gracioso que hacía las delicias de los niños semanas atrás.


Por otra parte, digamos que el trasfondo de estos lugares suele ser una realidad desconocida para el gran público, que tan solo pasa unas horas en el recinto. Ya se ha apuntado que existe una importante transacción de animales entre distintos centros. Hay épocas en las que, por diferentes circunstancias, se da una sobreabundancia de determinadas especies, y se traslada el stock sobrante a otros lugares que al final también quieren deshacerse de los individuos extras.


Añadido a todo lo anterior, uno de los aspectos más crudos cuando se analiza este fenómeno es la absoluta dependencia en la que se encuentran los animales cautivos. Concebidos como meros elementos mercantiles, el negocio siempre centrará su objetivo en la rentabilidad. Pero a veces los objetivos no se cumplen. No se consigue atraer al suficiente número de clientes, y hay que echar el cierre. ¿Qué pasa entonces con las cebras, los flamencos, los oso polares, las iguanas o los babuinos? ¡No se les puede hacer desaparecer con una varita mágica! Es cuando la vida de estos desdichados pende de un hilo. La rapidez con la que se liquida el negocio es fundamental a la hora de reducir pérdidas, por lo que el tiempo corre en contra de las víctimas animales. Serán vendidos a bajo precio al primero que pague una cantidad razonable. En la medida que vivimos en una sociedad para la cual los animales son en su mayoría meras propiedades, se funciona con la lógica comercial de “a menos valor, menos aprecio”. 


Es muy normal que acaben sus días formando parte de algún espectáculo de segundo orden, o de otras colecciones menores donde sus necesidades tanto físicas como emocionales se verán aún menos satisfechas que en la anterior etapa. La tragedia está servida.

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