Se llamaba Feng, aunque eso lo descubrí cuando él ya no estaba. Tomaba un café rápido por la mañana en una de sus mesas, haciendo tiempo para ir a trabajar. Alguna tarde de domingo el café pasaba a ser clara, o caña, aprovechando que el Sol se había marchado antes de su terraza que de las del resto de la rotonda.
Él se apoyaba junto a la puerta, lacónico, mirando al suelo o al gentío de la terraza distribuido a lo largo de las mesas, metido supongo en sus pensamientos. Parecía satisfecho de lo que veía, y su mujer tenía siempre a mano la sonrisa que a él le costaba un poco más. Nunca me pregunté los tumbos que les llevaron aquí, y lo que debieron esforzarse para montar su negocio.
Solo quien se mete en aventuras así conoce las desazones, los pasos en falso, el ansía de los días malos, y la extraña sensación de levedad de los buenos. Puede que no cruzara más de 15 palabras con él, a lo largo de los años, y todas trataban sobre precios y vueltas.
Hoy toda su terraza, adornada de flores que recuerdan una vida y el sinsentido de su final, está tan vacía que estremece recorrerla. La vida continua enfrente y a los lados, pero aquí es una cosa truncada, detenida en un momento fatal de una mañana sin las calles aún puestas, No te conocí más allá del café que me servías, pero te echo de menos.
Ojalá estuvieras aún aquí, Feng.
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