Amigos míos, compañeros de ancianidad, en su día señalados como posibles “servidores de su FE”, hoy rememoran aquellas historias personales, en Comunidades Religiosas, historias, como la naturaleza misma plenas de abruptas montañas y serenos valles manantiales de riqueza. Enriquecidos intelectualmente, generaron decisiones sinceras, a veces muy dolorosas… decisiones que, hasta hoy en día, quisieran justificar el resto de sus vidas.
Unos pensaron que ciertas Comunidades ahogaban su sentido de libertad… tranquilamente tomaron, agradecidos, otro sendero.
Otros, bastantes, observadores críticos de muchas realidades propias de la época, se sintieron desengañados por ciertas conductas… marcharon dolidos, apenados, buscando otro camino.
Los menos, pero no pocos, fueron señalados por sus diversas interpretaciones de las normas conventuales, por ver que la pobreza era para los pobres, no para los padres que decían guiarles en la FE… salieron enfadados, sin comprender el extraño motivo de su expulsión; hoy, todavía, su enfadado lleva un poco de rencor.
Quedan los que, inteligentemente, no admitieron “las clases” dentro de la Comunidad Religiosa: El origen era un baremo para seleccionar… los apellidos se tenían en cuenta al decidir… muchos pueblos se vieron borrados, sin saber la causa… Decepcionados, marcharon por ver cómo se clasificaba a las personas.
Pasados los años, muy pocos, de todos aquellos, recuerdan con rencor sus años de “elegidos”. La mayoría agradece la formación intelectual, la ética cristiana y la libertad respetuosa. Hoy, todos, compañeros de celdas, de pupitres, de oraciones y de soledad, se preguntan los motivos de “esa evolución negativa de la vida religiosa”. Sus preguntas son limpias, sinceras, dolorosas….
Ciertas reflexiones pueden ayudar a esclarecer un proceso iniciado, quizás, mucho más atrás en el tiempo de lo que suponemos: “Recuerdo los años 50-60-70, cuando los seminarios y conventos eran “sedes sociales de sueños de juventud”, administradas con dosis de tradición inmovilista. Comenzaron en aquellos años las plantaciones de las, maliciosamente llamadas por algún intransigente, “frutas prohibidas del paraíso”.
El huerto iba progresando: aperturismo intelectual, moral crítica, religiosidad sin corsés. El tiempo y las realidades sociales abrieron el libro de “petete” y fueron descubriéndose las verdades relativas, los axiomas conformistas, los muros con filtraciones:
- Los IDEALES VIRTUALES, creadores de misticismos trasnochados, exigieron poder ser plasmados, concretados y personalizados.
- La FE, eterno don, pidió a gritos no ser manipulada y encorsetada.
- La OBEDIENCIA, arma de sometimiento, reclamó lógica.
- La POBREZA, rincón del buen vivir, exigió desnudarse.
- El AFECTO, disfrute del solitario, salió a la calle para sentir y vivir el calor de la luz.
Comenzó la desbandada puritana… se rasgaron los sueños controlados, se agrietaron los muros, se rompieron los ventanales de opacas cristaleras. Todo se tambaleó, como en el Gólgota… y las tristonas y empobrecidas realidades, ya sin disfraz y sin púlpito dictatorial, comenzaron a temblar. Aparecieron las tentaciones disfrazadas de convivencia humana, las llamadas “comunidades” fuera del convento.
Aparecieron los relojes sin pilas y destrozaron “vigilias, laudes, tercia, sexta, nona, vísperas y completas”, bastaba con la intención, la calle pedía auxilio. Aparecieron los sentimientos sin hábitos y vaciaron el sentido del escrúpulo pecaminoso; el tacto alcanzó la gloria y el sabor de la manzana no era tan malo.
Aparecieron, también, jóvenes con mente limpia, dueños de sus principios e ideales, que, contra la intransigencia hablaron, contra los señuelos extra conventuales recordaron sus promesas, sus votos y los compromisos con la compañía. Los caciques no querían ver, temerosos de que la cuadratura feliz del círculo les obligara a cambiar toda su forma de vida, falsa copia de lo que decían era “la llamada”. Las aguas se separaron y algunos quisieron llamarse misioneros cuando en realidad eran desertores de su ideario; marcharon al otro lado donde les llamarían “padre”, “hermano”, “don” … prefirieron olvidar los sueños reales de juventud; prefirieron abandonar los muros silenciosos, ya sin hábitos, sin reglas, sin futuro… Dieron su voto a las “fundaciones” engendro del fracaso personal y colectivo.
Los sueños de adaptación de los años 70 sólo consiguieron, y no es poco, poner al descubierto el odio y el rencor de los conformistas, vividores de hábito rancio, refugiados en criaderos de aves y huertos urbanos.
La hipocresía, asignatura poco conocida pero muy antigua, nos puso de manifiesto que el ayuno se compraba con dinero santo, la bula y que el vino, con los postres, era potestad del “pobre superior”, que no del “superior pobre”.
Terminaron escribiendo libros de caballería porque eso era lo que daba dinero, permitía viajar en primera, celebrar sabrosos ágapes de caridad bien pagada y rodearse fuera de su ubicación natural, el convento, con lo más selecto de la economía pseudo religiosa.
En aquellos años 70 se vendió la honradez y los principios. En aquellos años se quemaron las banderas que adornaban los ideales. En aquellos años murieron de tristeza personas carismáticas, por su personalidad y religiosidad, al ver y palpar la podredumbre interior de las comunidades y de las personas.
Se impartía justicia política como en la edad media, es decir, justicia compasiva que no ofendiese al superior y a la “regla”. Esa justicia romana era la que repartía bondades siempre que hubiera unanimidad, a sabiendas que en España se andaba a tortazo limpio.
El rencor o el odio o los malos recuerdos o “las ganas de…” se marchitaron hace mucho tiempo. Ahora sólo queda la historia y la verdad que la compañía nos inyectó. La otra realidad es que la pena que marchitó el ejemplo de muchos, todavía pervive y día a día va carcomiendo el sueño de un Fundador que, como se dice “SI LEVANTARA LA CABEZA…” Todos los días, amanece en mí el espíritu marianista que recibí gratuitamente y que fue madurando alrededor de personas buenas, cuyos nombres no quisiera olvidar nunca… Todos los días, amanece en mí esa virtud, que creo recibí del espíritu del Fundador: saber agradecer. Todos los días, junto a mi Hermano Rafael, San Rafael Arnaiz, trapense: Cojo mi goma, la guardo en el bolsillo.
Quizás, entre lágrimas, conseguiremos, por lo menos, “reconocer… y, humildemente, pedir disculpas.
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