El Banco Central Europeo acaba de anunciar la mayor subida de los tipos de interés de su historia. La Reserva Federal los viene subiendo desde bastante antes y también otros bancos centrales como el de Inglaterra. Al mismo tiempo, los gobiernos están anunciando y poniendo en marcha planes de gasto público multimillonarios: la nueva primera ministra británica ha anunciado un plan de 115.000 millones de euros. El gobierno alemán anunció hace pocos días ayudas por valor de 95.000 millones (que se unirían a otros muchos miles de millones ya aprobados) y la Cámara de Representantes de Estados Unidos dio el visto bueno en agosto pasado a un nuevo plan de gasto, ahora de 433.000 millones de dólares, a instancias del presidente Biden.
En resumen. Por un lado, los bancos centrales tratan de frenar la demanda (es decir, el gasto en consumo o en inversión que se realiza en la economía) encareciendo el coste de la financiación. Y, por otro, los gobiernos la impulsan, gastando miles de millones en dar dinero a los hogares y las empresas para que sigan consumiendo o invirtiendo.
Algo tan contradictorio constituye, a mi juicio, uno de los mayores disparates económicos de la historia y es muy fácil entender por qué.
La inflación es un fenómeno que, sea cual sea la causa que lo ocasione, tiene una manifestación inequívoca: un desajuste entre la oferta y la demanda de bienes y servicios que hace que esta última sea mayor que la primera. Y eso, cuando no está conscientemente provocada por empresas que tienen suficiente poder de mercado como para subir los precios arbitrariamente sin perder ingresos. Por lo tanto, para frenarla es de todo punto imprescindible o bien lograr que la oferta y la demanda se equilibren, o evitar que las empresas con demasiado poder impongan su voluntad en los mercados. Eso se puede conseguir por tres vías: aumentando la oferta, restringiendo la demanda o poniendo controles sobre los precios en aquellos mercados donde haya empresas que los suben a su antojo.
Las tres soluciones tienen problemas
Normalmente, la oferta no se puede aumentar de un día para otro y en gran cantidad, pues las empresas necesitan tiempo para producir y no siempre (como ahora) disponen de los recursos o materias primas necesarias para hacerlo.
Por otro lado, si se restringe demasiado la demanda se puede producir una parálisis de la economía (matar al enfermo para bajarle la fiebre).
Y, finalmente, en la economía capitalista de nuestro tiempo no es fácil que los gobiernos dispongan de poder, medios o voluntad suficientes para enfrentarse a las grandes empresas (normalmente globales) y limitar sus precios. Y, si los tienen, puede que el tiro de esos controles les salga por la culata porque los mercados son los mercados.
Esta es la razón que explica por qué es tan difícil luchar contra la inflación en las economías capitalistas y por qué frenarla suele llevar mucho tiempo o costes muy grandes en materia de actividad económica, empleo y equidad.
Pero lo que está ocurriendo en los últimos meses es un disparate
Se podría entender que los gobiernos (sometidos a los grandes intereses empresariales) no quieran intervenir los precios en los mercados en los que todo indica que suben por su estructura oligopólica (multitud de datos así lo confirman). Se podría explicar que se sientan impotentes ante una escasez de oferta derivada de problemas de suministro y que, por tanto, se opte por combatir la inflación disminuyendo la demanda, a pesar de que es perfectamente sabido que eso producirá un freno general y doloroso de la economía quizá peor que la propia inflación que se quiere combatir. Pero lo que no tiene sentido es que tomen medidas que se anulan unas a las otras.
Cuando se necesita que aumente la oferta, no se pueden tomar decisiones que elevan los costes de las empresas y limitan su capacidad de producir bienes y servicios (lo que ha pasado en Europa con las mal diseñadas sanciones a Rusia o con los nefastos sistemas de tarificación en el mercado eléctrico, por ejemplo).
Y si se quiere restringir la demanda mediante las subidas de los tipos de interés de la política monetaria, los gobiernos no pueden aumentar al mismo tiempo el gasto. Lo que tendrían que hacer (si no quieren anular el efecto de las medidas que tomen los bancos centrales) es reducir el gasto público corriente y aumentar los impuestos (y, por supuesto, no bajarlos, como piden los anarcoliberales). Y eso sí, hacer ambas cosas (política monetaria y política fiscal restrictivas) de forma equilibrada, ponderada, compensada y, por supuesto, coordinada, para no disparar a ciegas sino hacia donde efectivamente se manifiestan los desajustes entre oferta y demanda y para que no paguen justos por pecadores.
Lo que está ocurriendo en la economía internacional es exactamente lo mismo que en la película de los hermanos Marx en el Oeste cuando destrozaban el tren de madera para alimentar con sus trozos las calderas que lo impulsaban.
Pero no es que los dirigentes de los bancos centrales, de los gobiernos y organismos internacionales se hayan vuelto tan completamente locos como Groucho, Chico y Harpo en el cine, como a primera vista parece. Lo que sucede es que están equivocados porque se basan en principios y teorías que la realidad ha demostrado que son completamente erróneos. Y, sobre todo, que eso ocurre porque siempre tratan de favorecer a los mismos, tal y como sucederá ahora: las subidas de tipos de interés beneficiarán a los poseedores de dinero y perjudicarán a los endeudados, frenarán la actividad económica y la generación de ingresos, y obligarán a que hogares, empresas y gobiernos tengan que endeudarse en mayor medida o pagar más por su deuda actual.
Otra vez harán que gane la banca y los grandes oligopolios. Aunque ahora, como dicen en mi barrio, se están pasando tres pueblos y la van a liar.
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